Cerebro hambriento: la energía y la comida que nos define
No se trata solo de "alimentarse bien" sino de entender que lo que ingerimos influye directamente en el funcionamiento de nuestras neuronas
El cerebro es, quizá, el órgano más asombroso del cuerpo humano. Sin embargo, detrás de su capacidad para pensar, crear o recordar, es importante detenerse en una verdad básica pero frecuentemente olvidada: el cerebro necesita energía. Y la forma en que le damos esa energía (con qué lo alimentamos) puede marcar la diferencia entre una mente activa y una vulnerable al deterioro cognitivo.
A pesar de representar menos del 2% del peso corporal, el cerebro consume cerca del 20% del oxígeno y de la glucosa que circula por el organismo. Ese consumo energético no es gratuito: cada pensamiento, emoción, movimiento y decisión requiere miles de millones de conexiones entre las más de 100.000 millones de neuronas. Esa red sináptica (que algunos han comparado con una computadora o incluso con Internet) necesita un suministro constante y eficiente de combustible para funcionar correctamente.
Pero esa "computadora biológica" no solo consume energía sino que también genera residuos. Alrededor de 2.000 gramos de "proteínas basura" por año deben ser eliminadas mediante mecanismos como el sistema glinfático, una suerte de medio de limpieza cerebral que actúa durante el sueño. Cuando este proceso falla, puede contribuir a la aparición de enfermedades neurodegenerativas como el Alzheimer.
“Comer bien”
Justamente ahí cobra vital relevancia la alimentación. No se trata solo de "comer bien" en términos generales sino de entender que todo aquello que ingerimos influye directamente en el funcionamiento de nuestras neuronas. El viejo adagio "somos lo que comemos" puede actualizarse en este contexto: pensamos como nos alimentamos.
Ciertas sustancias tienen efectos inmediatos: el exceso de café, mate o bebidas energizantes puede hacernos más impulsivos, ansiosos o incluso insomnes. Pero más allá de estas reacciones agudas, lo que verdaderamente preocupa a los científicos es la relación entre el metabolismo de los alimentos y el riesgo de deterioro cognitivo.
Actualmente se postula que en el Alzheimer podría existir una resistencia neuronal a la insulina, similar a la diabetes tipo 2, pero localizada en el cerebro. Por eso algunos investigadores han comenzado a hablar de la "diabetes tipo 3". En este marco, controlar los niveles de glucosa en sangre, evitar los picos de insulina y regular el metabolismo podrían ser formas de proteger la salud cerebral, evitando los mecanismo inflamatorios relacionados con el "síndrome metabólico".
Los ácidos grasos insaturados también cumplen un rol central. Estos lípidos ayudan a mantener la integridad de las membranas neuronales y a reducir procesos inflamatorios. Su inclusión en dietas específicas no solamente busca mejorar la salud vascular cerebral sino también incrementar la resiliencia cognitiva ante las lesiones o el envejecimiento.
Algunos programas terapéuticos ya los incluyen en el tratamiento del Alzheimer. El trabajo pionero de Dale Bredesen en la Universidad de California expuso el enfoque MEND, combinando dieta, ejercicio, sueño y suplementos nutricionales para revertir el deterioro cognitivo en fases tempranas.
Otro punto crítico es el papel de las vitaminas del complejo B (especialmente B6, B12 y ácido fólico), fundamentales para controlar los niveles de homocisteína, un aminoácido que, en exceso, se vuelve neurotóxico y daña el endotelio vascular. También se investigan la vitamina D y la vitamina E, aunque esta última con resultados más controversiales.
En paralelo, el intestino emerge como un actor inesperado, aunque crucial. Con miles de millones de bacterias que componen el microbioma intestinal, este "segundo cerebro" produce sustancias neuroquímicas y se comunica con el sistema nervioso central. El equilibrio de esta flora intestinal podría tener un impacto directo en nuestra salud emocional y cognitiva, abriendo nuevas vías para tratar enfermedades como el Alzheimer desde el tracto digestivo.
La dieta mediterránea (rica en frutas, verduras, pescado, legumbres y baja en carnes rojas y azúcares) ha sido validada por numerosos estudios como una importante aliada para la protección cerebral. Su combinación con ejercicio aeróbico regular (mínimo cuatro veces por semana, durante 40 minutos) y un sueño reparador de al menos ocho horas constituye una tríada básica pero potente en materia de prevención.
Todo esto nos lleva a pensar que las decisiones diarias sobre qué comemos, cuánto nos movemos y cómo dormimos no son triviales, ya que influyen directamente sobre la oxigenación cerebral, la eliminación de toxinas, el equilibrio emocional y la capacidad tanto de aprendizaje como de memoria.
Además, muchas enfermedades que afectan al cerebro, como la hipertensión, la diabetes, la obesidad o la dislipemia, tienen como origen común la mala alimentación y el sedentarismo. Es decir, cuidar lo que comemos no solamente previene enfermedades cardiovasculares o metabólicas, es también una estrategia fundamental para sostener la salud cerebral a lo largo del tiempo.
En definitiva, el cerebro no solo piensa sino que también come, respira, se limpia, se inflama y se defiende. Y nosotros, como cuidadores de esa increíble maquinaria, podemos influir, para bien o para mal, en su destino. Tal vez la mejor forma de honrar el cerebro en su semana conmemorativa no sea hablar solo de sus maravillas sino también de sus necesidades. Alimentar bien el cerebro es una forma de pensar mejor.
Neurocientífico y profesor. Decano de la Facultad de Ciencias Médicas (UBA). PhD en Medicina y en Filosofía. Director @alzheimerargentina