NEUROCIENCIA

Dos años suspendidos: cómo la pandemia aplanó nuestra conciencia del tiempo

Interfirió en los ciclos de la vida, que en nuestra especie son críticos y únicos

Ibrusco

Durante la pandemia sucedió un fenómeno silencioso, casi anestésico, que atravesó toda la experiencia: perdimos la conciencia del tiempo. No fue solo que "se nos pasaron dos años", el tiempo cotidiano simplemente se aplanó, se desgranó en días similares, sin hitos claros y sin los zeitgebers (esas señales externas que ordenan nuestros ritmos) que antes nos anclaban. Esa sensación subjetiva de suspensión no fue un mero estado anímico: alteró decisiones, aprendizajes, vínculos y, especialmente, interfirió en los ciclos de la vida, que en nuestra especie son críticos y únicos.

El humano nace más inmaduro que otras especies y necesita un prolongado proceso de maduración cognitiva, emocional, motora y sensorial. Ese desarrollo se apoya en ventanas de oportunidad (períodos críticos) que dependen de una orquestación fina entre genética, epigenética, sinapsis y experiencia. Durante los primeros meses de vida, la arborización sináptica se dispara; luego, mecanismos inhibitorios (como los que describió Takao Hensch) auditan qué circuitos se consolidan y cuáles se podan. Sin ese "freno", el ingreso de información sería anárquico; con él, el cerebro cierra ventanas y avanza hacia nuevas etapas.

Las extensas cuarentenas y el predominio de la vida virtual desordenaron esa arquitectura. Hubo menos exposición sensorial rica, menos contacto cuerpo a cuerpo, menos juego compartido y menos luz solar. También aumentó el estrés y se trastocó el sueño. En la infancia, eso significa que una parte de los estímulos que deberían alimentar las redes emergentes se volvió más pobre o más errática. Se resintieron las praxias finas, la exploración activa con manos, ojos y boca, así como también el diálogo entre neuronas espejo y experiencias sociales directas. No es que "no pasó nada": pasó menos de lo que debía. O pasó desfasado.

El golpe en la adolescencia fue distinto, pero igual de profundo. Esa etapa combina una hiperactivación del sistema límbico con una corteza prefrontal aún en maduración; por eso el adolescente explora, arriesga, busca pares y ensaya identidades. Al clausurarse los espacios de encuentro se redujeron los escenarios para esa exploración social y se amplificó tanto la impulsividad como la ansiedad en los canales digitales. Si casi la mitad de los trastornos mentales debuta en la adolescencia, el confinamiento actuó como un potenciador silencioso: menos ritos de paso, más incertidumbre y más decisiones tomadas desde la urgencia o la apatía.

Los adultos vivimos otra versión de la suspensión. La adultez media suele ser un equilibrio entre la experiencia acumulada y el declive incipiente de ciertas performances motoras, algo que se compensa con calendarios, hábitos y redes. Al desarmarse el calendario se achataron las metas de mediano plazo, se postergaron los controles de salud y se licuaron los límites entre el trabajo y el descanso. La ansiedad, gran modulador de la subjetividad temporal, alteró la evaluación de cuándo actuar, empujando a tomar decisiones inmediatas o a optar por la procrastinación crónica. El día se hizo eterno para quienes trabajaron sin pausa como esenciales y fugaz para aquellos que se quedaron encerrados con menos estímulos: dos distorsiones opuestas de un mismo reloj.

Entre los mayores, la pandemia impactó desde dos frentes. Por un lado, muchos adultos mayores llegaron a este tiempo con cerebros más interconectados que generaciones previas (un fenómeno que habilita lo que algunos llaman "prevejez", entre los 60 y 65 años, con gran potencial activo). Por otro, el aislamiento social, factor de riesgo cognitivo, y el estrés sostenido aceleraron las vulnerabilidades: el "castillo intelectual" que se construye a lo largo de la vida puede sostenerse mejor con ejercicio, vínculos y desafíos cognitivos.

Para entender por qué sentimos que el reloj se rompió conviene observar el sistema temporal. Nuestro reloj biológico, anclado en el núcleo supraquiasmático y modulado por la melatonina, regula ritmos circadianos y conductas. Pero ese reloj interno necesita señales externas, como luz, horarios, desplazamientos y socialidad. Son los zeitgebers que sincronizan el día de aproximadamente 24 horas con el mundo. Durante el confinamiento, esos marcadores se deshilacharon y el organismo padeció una suerte de jet lag doméstico. Dormimos mal, nos movimos menos, comimos y trabajamos fuera de franja, etcétera. Cuando la homeostasis predictiva pierde referencias, la subjetividad temporal se vuelve elástica.

Hay también una clave perceptiva: Adrian Bejan propuso que los niños, con rutas sensoriales y redes menos interceptadas, "registran" más eventos por unidad de tiempo, por eso el tiempo se les hace largo. En la adultez, con redes más densas y filtros más pesados, "cabe" menos novedad por día y la sensación de tiempo se acelera. Trasladado a la pandemia: quienes quedaron sin variación (poca calle, pocos tránsitos, pocos encuentros) comprimieron su percepción temporal, mientras que aquellos que vivieron un exceso de demanda estiraron sus días hasta el borde del agotamiento. La ansiedad desproporcionada, además, funciona como un lente que hace más lento y displacentero cada minuto, generando incluso decisiones más erráticas.

El resultado agregado es una "amnesia de contexto temporal": perdimos hitos (viajes, cumpleaños, graduaciones, velorios) y con ellos se volvió borrosa la narrativa que nos ubica en tiempo y el espacio. Esa metacognición temporal sostiene proyectos, aprendizajes y duelos. Sin ritos, el pasado queda sin cierre y el futuro sin fecha. Por eso dos años pueden sentirse como un paréntesis: no porque no hubiera acontecimientos sino porque faltaron marcas compartidas que los convirtieran en capítulos.

La conciencia temporal no es solo cronología, es sentido. Esos dos años fueron bastante suspendidos de nuestra conciencia, a pesar de que conservamos un mojón histórico en nuestras vidas que usamos livianamente como "antes y después de pandemia". Sin embargo, ese tiempo quedó casi aplanado de nuestra experiencia consciente.

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