El juego de la confianza en uno mismo
Muchas situaciones nos exigen buenas cuotas de autoestima
Erich Fromm decía que las personas tienen la sutil capacidad de vivir en una contradicción constante. Algunas de estas dualidades, presentes en nosotros, son destructivas y conllevan un elevado costo emocional. Ante esas situaciones deberían primar el sentido común y la razón: me alejo si algo no me gusta, si no estoy de acuerdo con algo lo digo, me defiendo si me hacen daño y si no soy feliz actúo para serlo.
Muchas situaciones cotidianas nos exigen buenas cuotas de autoestima. Creer en los propios recursos internos nos permitirá ser más competentes al momento de tomar decisiones, de avanzar sabiendo qué necesitamos en cada momento y cómo podemos alcanzar esos objetivos. Por debajo de la autenticidad se extienden muchas raíces que la nutren y le dan forma: un adecuado crecimiento personal, la seguridad de que merecemos aquello que queremos y un toque de mágica soltura que se adquiere poco a poco con la experiencia y que muchos llaman "autoconfianza".
Confiar no es tarea sencilla. "Hay que tener fe en uno mismo, ahí reside el secreto. Sin la absoluta confianza en sí mismo, uno está destinado al fracaso", solía sostener Charles Chaplin. Más aún, todos queremos tener mayor confianza en nosotros mismos, pero no siempre lo logramos. Por eso nos implicamos en intensas luchas para mejorarlo.
Queremos confianza porque deseamos realizar cambios para mejorar nuestra vida, ya sea para alcanzar nuestros sueños y metas o para obtener mejores resultados en un ámbito determinado. Por lo tanto, no queremos confianza sin más sino que la queremos para algo.
La confianza es, por otra parte, el eslabón de acero que consolida toda relación significativa. Pocas dimensiones psicológicas son tan vitales, tan nutritivas y, a la vez, tan complejas como el permitirnos confiar en alguien. Eso sucede cuando las acciones confirman y reiteran las palabras que se dicen. Hechos que apoyan la veracidad de las frases en las que viajan deseos, promesas, arrepentimientos e intenciones. No se puede confiar en quien dice algo y luego marca otra dirección en su GPS mental. La confianza le da seguridad a nuestro mundo interno. Una seguridad que el ser humano necesita para no perder la cordura.
Percibir nuestra realidad desde la desconfianza permanente, la incertidumbre y el miedo nos haría caer en una especie de neurosis temible, en una serie de trastornos psicológicos donde nos sería imposible construir cualquier tipo de vínculo saludable. La desconfianza nos "desconecta" de la vida y nos deja arrinconados en un espacio oscuro, amenazante, nada cómodo. Sin embargo, muchos hemos sufrido alguna vez un desengaño o una traición. Y todos hemos experimentado la dificultad de volver a depositar nuestra confianza en esa misma persona. Este es el modo en que puede nacer la "pisantrofobia", caracterizada por el miedo irracional a establecer una relación íntima y personal con los demás a causa de las experiencias traumáticas o dañinas vividas anteriormente. Se presiente que todo el mundo, tarde o temprano, puede volver a decepcionar o a traicionar. Y aparece el temor de que las situaciones puedan repetirse.
Junto a la desconfianza pueden llegar la desilusión, la frustración, la tristeza, el enfado, la culpa e incluso la vergüenza generalizada. Consecuencias que no se limitan solo al plano afectivo sino que se transfieren al resto de ámbitos de la vida: el laboral, el familiar, el relativo a la pareja o el sociocultural. Construir un vínculo afectivo en este contexto se vuelve una tarea muy difícil, algo parecido a intentar escalar una montaña muy alta cuando se padece vértigo. El miedo a caer se incrementa con cada paso, hasta que supera en tamaño e intensidad la ilusión por seguir adelante. Por eso la urgencia de volver a confiar: además de ser un auténtico desafío, también es una necesidad vital.
"Un andinista, desesperado por conquistar el Aconcagua, inició su travesía, después de años de preparación, pero subió sin compañeros. Se fue haciendo tarde y no se preparó para acampar sino que decidió seguir subiendo, decidido a llegar hasta la cima. Pronto oscureció y ya no se podía ver absolutamente nada. No había luna. Subiendo por un acantilado, a pocos metros de la cima, se resbaló y se desplomó a una velocidad vertiginosa. Mientras seguía cayendo, y pensaba que iba a sintió un repentino tirón. Como todo alpinista experimentado, había clavado estacas de seguridad y una larguísima soga lo amarraba de la cintura. En esos momentos de quietud, suspendido en el aire, no le quedó más que gritar: "Ayúdame, Dios mío". De repente, una voz grave y profunda le preguntó desde los cielos: ¿Tienes confianza? ¿Realmente crees que te pueda salvar? Por supuesto, respondió el joven. Entonces corta la cuerda que te sostiene, escuchó. Hubo un momento de silencio y de quietud. Cuenta el equipo de rescate que al día siguiente encontró a un andinista muerto, congelado, agarrado con fuerza a una cuerda a solo dos metros del suelo".