¿Hacia dónde vamos en la lucha contra el Alzheimer?
Avances y controversias. Desafíos éticos y clínicos de tratar a los pacientes en las fases tempranas
En el Congreso Internacional de la Alzheimers Association (AAIC 2025), celebrado este año en Toronto, el foco estuvo puesto en los avances de las terapias con anticuerpos monoclonales dirigidas al beta-amiloide, esa proteína que se acumula en el cerebro de las personas con Alzheimer. Estos tratamientos, que buscan reducir o eliminar esos depósitos, continúan generando entusiasmo, titulares y controversias. Porque, si bien el beta-amiloide está presente en la enfermedad, hay una pregunta que aún no tiene una respuesta definitiva: ¿es su causa o solo una de sus consecuencias más visibles?
Actualmente, dos medicamentos fueron aprobados por la FDA en Estados Unidos: lecanemab (Leqembi) y donanemab (Kisunla). Ambos mostraron una reducción modesta en la progresión del deterioro cognitivo. Por ejemplo, en el estudio Clarity-AD, lecanemab demostró una desaceleración del 27% en la progresión clínica a los dieciocho meses, mientras que donanemab, según el ensayo Trailblazer-ALZ 2, evidenció una desaceleración del 29%. No obstante, si bien son estadísticamente significativos, estos porcentajes no representan una mejora sustancial a nivel funcional en la vida cotidiana de los pacientes.
Tampoco fueron aprobados en Argentina ni en Canadá, donde las autoridades aún evalúan tanto su eficacia como su seguridad. Y es precisamente en este último punto donde aparecen las mayores alertas. Estos tratamientos presentan efectos adversos importantes, especialmente las complicaciones neurológicas conocidas como ARIA-E (edemas cerebrales) y ARIA-H (microhemorragias), que pueden alcanzar entre un 25% y un 30 % de los pacientes tratados.
En los ensayos clínicos, la tasa de mortalidad asociada con estas complicaciones fue baja, pero no despreciable: en el caso de lecanemab se reportaron tres muertes directamente relacionadas con ARIA, mientras que por el lado de donanemab faleció el 1,6% de los pacientes, en su mayoría por efectos adversos cerebrovasculares. En medicina, estos porcentajes son clínicamente relevantes, especialmente si hablamos de pacientes en fases iniciales de una enfermedad neurodegenerativa.
Cinco problemas clavesEl primero es genético: los pacientes portadores del gen ApoE en sus formas 3/4 o 4/4 presentan una mayor predisposición a desarrollar Alzheimer, aunque también una mayor vulnerabilidad a los efectos adversos de los tratamientos. El riesgo de sufrir ARIA se duplica o triplica entre estos pacientes, según los estudios clínicos.
El segundo es clínico y diagnóstico: estos fármacos están aprobados únicamente para personas con demencia leve; es decir, en fases iniciales donde los síntomas son sutiles. Se trata de personas funcionalmente íntegras, por lo cual exponerlas a edemas o hemorragias cerebrales genera un dilema ético profundo, especialmente porque el diagnóstico en esta etapa nunca es 100% certero y siempre algún un margen de error, lo que implica que podríamos estar tratando a personas que no tienen Alzheimer con medicamentos de alto riesgo.
El tercer punto, aún más complejo, es que existen mutaciones genéticas (como las de presenilina 1, presenilina 2 o APP) que no se detectan de forma rutinaria y que están presentes en un pequeño porcentaje de personas con Alzheimer (entre el 3% y el 5%). Algunas de estas mutaciones se asocian a formas tempranas de la enfermedad, pero también pueden encontrarse en pacientes seniles. Lo preocupante es que estos casos podrían tener una vulnerabilidad aún mayor a los efectos adversos, al presentar depósitos de beta-amiloide en vasos y endotelio cerebral, incrementando el riesgo de hemorragia.
El cuarto punto es económico y sanitario, ya que estos tratamientos son extremadamente costosos. Aplicarlos en pacientes cuyo diagnóstico no es plenamente seguro, con efectos adversos relevantes y sin un perfil genético completamente evaluado, plantea controversias clínicas, éticas y de salud pública.
El quinto punto es que, para determinar que se padece un probable Alzheimer se requieren estudios complejos, como la tomografía por emisión de positrones (PET) o el análisis de proteínas en el líquido cefalorraquídeo (LCR).
El PET cerebral es una técnica de neuroimagen que permite detectar la acumulación de beta-amiloide u otras proteínas patológicas en el cerebro.
El LCR, obtenido por punción lumbar, se analiza para medir los niveles de beta-amiloide 42 (A 42), tau total y tau fosforilada, que sirven como biomarcadores para confirmar la presencia de la enfermedad.
Ahora bien, es importante matizar esta crítica con un punto importante: en algunos casos muy específicos, estas terapias podrían tener mayor justificación. Por ejemplo, en pacientes con mutaciones genéticas que inducen una sobreproducción de beta-amiloide, como ciertas formas hereditarias de Alzheimer temprano, o en personas con síndrome de Down (trisomía del cromosoma 21), que tienden a acumular esta proteína desde una edad temprana. En estos grupos, donde la patogenia parece estar directamente ligada al exceso de beta-amiloide, la lógica de actuar sobre esta proteína tiene un respaldo más firme.
Pero, más allá de estos casos particulares, sigue pendiente la pregunta de fondo: ¿ el beta-amiloide es solo la causa del Alzheimer o simplemente un marcador asociado? Hasta que no se responda con mayor claridad, el entusiasmo debe ir acompañado de prudencia científica y sanitaria.