Un homenaje al primer gran actor moderno
Jean-Pierre Léaud, un señor que es en sí mismo icono de todo el cine moderno
Empieza el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, una de las dos mayores fiestas de la pantalla que tenemos por estos pagos (la otra, tan buena y complementaria, es el Bafici). Pues bien, lo vamos a cubrir día por día en este diario, y aquí les dejamos la dirección oficial para que, si pasa por aquellas playas (debería, mire), se de una vuelta por las salas: mardelplatafilmfest.com. Las entradas cuestan $45, un alfajor.
Dicho esto, no vamos a pasar revista a todo lo bueno que tiene. Hay autores, una competencia extraordinaria, varias secciones con toda clase de películas (desde el más riguroso documental hasta la más loca de las fantasías sangrientas) y eso ya se sabe. Es un gran lugar para descubrir lo que pasa en el cine de hoy y también lo que pasó. Al respecto de “lo que pasó”, entre las visitas más destacadas del Festival está Jean-Pierre Léaud, un señor que es en sí mismo icono de todo el cine moderno. Él mismo eligió cuatro de sus películas (la trayectoria es enorme):
Los 400 golpes y Besos Robados (dos de las cuatro en las que personificó a Antoine Doinel, el alter ego de François Truffaut), La mamá y la puta (obra maestra de Jean Eustache) y La muerte de Luis XIV, realizada hace un par de años por el catalán Albert Serra. Es una selección bastante representativa, aún cuando faltan algunas de sus películas con JeanLuc Godard (Masculin-Feminin, o la imprescindible La chinoise). Pero vamos con estas cuatro para explicar por qué cualquier cinéfilo que se precie de tal debería verlas. Los 400 golpes es el debut de Léaud en 1959, cuando tenía doce años. Es la historia de un chico travieso pero inteligente que se lleva mal con sus padres (en realidad su madre y el esposo de esta, que no es su padre biológico) y decide, tras ver a su madre besándose con otro hombre, ser más travieso todavía. Filmada con poca plata en las calles de París, Léaud logra darle a Antoine una mezcla de rudeza y ternura, sabe sacar de la galera gestos y momentos cómicos y, al mismo tiempo, conmovernos con solo la mirada. Nunca fue un gran histriónico sino un perfecto animal de cine, y ya tenía esa inteligencia absoluta en esta primera película, siendo muy muy chico. Es, además, el propio Truffaut, que usó su biografía para crear esta serie de cuatro largos y un mediometraje que narran toda la historia (hasta los treinta y pico, claro) de Antoine. De hecho, el segundo largo de la serie es Besos robados, que es también y con toda probabilidad, una de las mejores comedias románticas modernas. Antoine sale de haber estado en la cárcel por no querer hacer el servicio militar; está solo y necesita un trabajo. También se enamora de una chica lindísima a la que trata con cierto desdén porque quiere “ser adulto”. Entre las profesiones que prueba, termina quedándose con la de detective privado, lo que lo lleva a su iniciación sexual con una mujer mucho más grande. Y al final termina siendo un pésimo service de televisión. Hay más, pero lo interesante es que Léaud crea un personaje que se cree más de lo que es hasta que el amor y las mujeres -siempre más sabias- le dan un baño de realidad y humildad. Es un gran trabajo cómico, por momentos un personaje que podría haber interpretado un (más joven, claro) Ben Stiller.
La mamá y la puta es una obra maestra. La dirigió Jean Eustache y es una especie de réquiem para ese movimiento difuso que aún hoy se llama Nouvelle Vague. Trata sobre un triángulo amoroso, más bien un ménage Ó trois, que incluye a un joven (Léaud), su novia y una prostituta. Ambas mujeres se van celando y, por supuesto, todo termina mal. Pero la cosa pasa por otro lado, por los diálogos y por el retrato de una generación que vio el final de ciertas esperanzas tras el Mayo del 68 (aquí el lector debe creerme y ver La chinoise, que es la película que destrozó ese evento... antes de que ocurriera, y Léaud se burla con su actuación de los maoístas de la París burguesa). Eustache mira los lugares comunes de la Nouvelle Vague y nos dice “bueno, sí, franqueza sexual, discusiones intelectuales, cigarrillos etcétera, pero eso es un gran vacío”. Y Léaud toma el guante y hace con su Alexandre -que también es un alter ego del director- una sátira notable de los personajes que había interpretado hasta entonces. La mamá y la puta es una obra maestra, que recién se vio globalmente muchos años después de la muerte de Eustache, un genio suicida.
Finalmente, va La muerte de Luis XIV. Antes que nada, el lector curioso quizás quiera ver en Internet (busque, no le vamos a dar más datos) La toma del poder por Luis XIV, obra maestra de Roberto Rosselini sobre el mismo personaje. Aquí Albert Serra, que es un tipo con un discurso muy propio, modernísimo, totalmente a contrapelo de las modas (vean Honor de Cavallería, la única película que se estrenó aquí de su obra, sobre lo que hacen el Quijote y Sancho en los momentos que no narra Cervantes), narra la larga agonía del rey francés. Léaud prácticamente no se mueve de una cama, donde Luis va recibiendo a todos sus súbditos. Es una película rara, estática porque debe serlo, pero que no carece de un humor finísimo y de ironía, algo que Léaud sabe interpretar perfectamente bien creando un Luis que es conciente de que el tiempo se termina y se resigna a que se así. En todas estas películas, el actor es mucho más que un objeto del director: es un creador al que el realizador aprende a observar, un intérprete en el sentido más literal del término. Son algunas de las obras que justifican la existencia de un señor que al mismo tiempo creó al “joven francés moderno” de los sesenta y se rió de él a puro juego con la cámara.