Un recorrido sumario por la gloria de los musicales del cine

Qué ver para seguir la evolución de un género feliz

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Hubo un tiempo, hace más de medio siglo, en el que era común ver bailar y escuchar cantar en el cine. La era de oro de los musicales llegó a su máximo esplendor cuando todavía funcionaba el sistema de estudios de Hollywood y el color se había convertido en un estándar para el gran espectáculo (aunque, cabe recordar, recién a fines de los años sesenta, cuando Kodak popularizó una proceso de color sencillo y barato, todas las películas se hicieron policromáticas, pero eso requiere otra nota). El público lo aceptaba perfectamente: el cine proponía la fantasía de que las personas se relacionaran mediante la danza y el canto sin que eso perjudicara la credibilidad de la historia. No, no es que éramos “más ingenuos”, sino que simplemente podíamos separar la realidad de la ficción y, además, elegir participar de la fantasía. Hoy eso pasa un poco solo con las películas de superhéroes, pero dadas las críticas de la hipercorrección política a Guasón, podemos pensar que en eso de separar ficción de realidad dimos millones de pasos hacia el Neanderthal. Otra vez, tema para otra nota.

El de esta es el musical, ese género que nos pide que seamos felices mientras podamos. Que tiene varias etapas, todas -obviamente- en el período sonoro. Hollywood es el molde, por cierto, y el género tuvo representaciones varias en casi todas las filmografías, pero vayamos al origen. Los primeros grandes musicales permitieron divorciar al sonoro de la tiranía del diálogo. En los treinta y primeros cuarenta, reinó el coreógrafo Busby Berkeley, que en realidad ponía muy poco a bailar a sus personajes y mucho más a la cámara. Quizás recuerden esos cuadros gigantescos con cientos de bailarines creando figuras geométricas; o los movimientos de cámara suntuosos. Pueden verlos en un gran filme llamado La calle 42, que podemos nombrar como fundador. Ahí además aparecen el melodrama y uno de los grandes temas del musical: cómo funciona el mundo del espectáculo, en especial del teatro. Berkeley era un geómetra y todo lo que hizo dependía exclusivamente de cómo se lo filmaba.

El musical clásico sumerge al espectador en la danza con la cámara

En la época de oro, un estudio reinó en el género, la MGM. Con una paleta de colores impresionante, con tonos que recordaban siempre el terciopelo, gracias al productor Arthur Freed y un equipo de genios que incluía a directores como Vincente Minelli y Stanley Donen, estrellas como Fred Astaire, Judy Garland o Gene Kelly, la vestuarista Edith Head (que requiere una enciclopedia) y el diseñador Cedric Gibbons, directamente inventaron un universo. Tres películas son clave: Cantando bajo la lluvia (que de paso narra el paso del mudo al sonoro con humor y música), Un americano en París (que transforma en cosa viva la pintura impresionista de fines del siglo XIX) y Brindis de amor, que parodia a la vez el género y el arte “de mensaje”, son grandes ejemplos. Pero hay algo más: había allí camarógrafos que, artesanalmente, moviendo grúas y ajustando constantemente el foco, acompañaban a los bailarines sin cortarles los pies y creando la impresión de que el espectador “entraba” en la danza. Vean esas películas y se van a dar cuenta.

Después, los estudios de Hollywood cayeron y el género, ante cierto nuevo cinismo y la desconfianza generada tras Eisenhower y el desencanto de la posguerra (que se acentuaría con las protestas de los sesenta y Vietnam), hubo otra innovación: mezclar la fantasía del cuento con la “vida real”, algo que generó dos películas de Robert Wise: La novicia rebelde y Amor sin barreras. En una, los nazis; en otra, los prejuicios raciales: en ambas, parecía que la fantasía era “torpedeada” por el malestar del mundo. Aún así, el rodaje seguía siendo clásico. Hasta que llegó Bob Fosse.

En los ’70, el género se contaminó del pesimismo de esa época

Fosse era un coreógrafo y dirigió apenas cinco largometrajes, de los cuales solo tres son musicales. Pero hizo algo: en lugar de “mover” la cámara, usó el montaje y los gestos en detalle de los bailarines para crear otro tipo de coreografía de imágenes, además de incorporar “la realidad” como contrapunto de las historias. Se nota menos en Swet Charity (versión musical del clásico de Fellini Las noches de Cabiria, sobre una prostituta que desea cambiar de vida). Pero es bien claro en Cabaret, donde el ascenso de los nazis es comentado por los cuadros musicales, y, mucho más, en la casi autobiográfica All that jazz, lo mejor que hizo en su carrera, donde además altera la cronología, hace que los cuadros coincidan con los estados de ánimo o conciencia de su protagonista (un superlativo Roy Scheider). La felicidad del musical había quedado totalmente “contaminada” por esos setenta post-Vietnam donde se generaron estas películas (algo que pueden ver, también, en New York, New York, de Scorsese, El fantasma en el Paraíso, de De Palma, y Golpe al Corazón, de Coppola).

Un recorrido sumario por la gloria de los musicales del cine
La Bella y la Bestia, el regreso animado del género

Pero en un momento volvió la magia. Gracias a Los Simpson -y otras cosas- los adultos volvieron a conectar con los dibujos animados, y los creadores de La tiendita del horror (éxito del musical off-Broadway llevado a la pantalla en 1986), Howard Ashman y Alan Menken, entraron a Disney y entendieron que la pura fantasía dibujada permitía creer más en la felicidad de aquel musical de los cuarenta y cincuenta. Y ahí aparecieron La Sirenita y, sobre todo, La Bella y la Bestia, que tiene absolutamente todos los elementos de la historia del musical, incluyendo la tendencia moderna a criticar la sociedad (después de todo, el líder bello y carismático es el villano y la multitud con ánimo de linchamiento se equivoca). El género sigue su curso, un poco sinuoso, a pesar del cinismo contemporáneo (ahí tienen la casi experimental Moulin Rouge!, por ejemplo). Solo requeriría que los humanos volviéramos a desear la felicidad.

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