El aislamiento social: herencia de la pospandemia
La hiperconexión digital permitió mantener lazos pero generó una comunidad global ansiosa y muchas veces desinformada
El Homo Sapiens es el ser más sociable del planeta. Nuestra especie se constituyó en la interacción con otros, en la cooperación y en la pertenencia a un grupo. Pero la pandemia de Covid-19 nos mostró los límites de esa sociabilidad: lo que parecía un instinto invencible resultó ser una función delicada, vulnerable a crisis globales. Las ciudades hiperconectadas, que durante siglos simbolizaron el triunfo humano, se transformaron en escenarios de vulnerabilidad extrema.
La globalización de los contagios y la globalización comunicacional se entrelazaron para dar lugar a la primera pandemia en red, con una velocidad inédita tanto en su expansión como en su repercusión subjetiva. La masividad urbana y la rapidez del transporte aéreo global siguen siendo factores de riesgo para futuras epidemias, pero ahora se suma un nuevo condicionante: la memoria reciente de un aislamiento forzoso que marcó a toda una generación.
La cuarentena inicial se definió como un "aislamiento social", aunque en rigor se trató de un aislamiento físico. Esa diferencia es clave: lo físico se resuelve con medidas sanitarias, pero lo social afecta la subjetividad y la vida comunitaria. La suspensión abrupta de los vínculos presenciales derivó en una pandemia paralela de depresión, ansiedad, fobias y dificultades de aprendizaje.
La virtualidad sostuvo en parte la vida social, pero mostró sus límites. Una videollamada puede mitigar la distancia, pero no activa del mismo modo las hormonas sociales que despiertan el contacto ocular, la voz en vivo o el abrazo compartido. La presencialidad no es un simple formato, sino un requisito neurobiológico para el desarrollo humano. El contacto directo estimula la oxitocina y activa circuitos de confianza y cooperación que no se encienden frente a un monitor.
La empatía, sostenida por las neuronas espejo descritas por Rizzolatti, se vio debilitada tras meses de encierro. El aumento de la violencia doméstica, el aislamiento de los adultos mayores y las dificultades de socialización infantil son huellas persistentes de la pospandemia.
El aprendizaje de los niños, el desarrollo emocional y el sostén empático no pudo ser reemplazado del todo por pantallas, a pesar de la acelerada virtualización. Esa experiencia confirmó que la intersubjetividad corporal es insustituible.
La pandemia mostró los límites de la hiperconexión digital: al mismo tiempo que permitió mantener lazos, generó una comunidad global ansiosa, hiperestimulada y muchas veces desinformada. La era de la "infodemia" instaló dudas sobre la veracidad, la ciencia y la política, con un costo alto en cohesión social.
La memoria de un aislamiento forzoso quedó grabada en toda una generación. Para millones de personas, el Covid-19 significó meses de soledad obligada, con consecuencias visibles: síntomas de ansiedad, trastornos del sueño, depresión y un aumento marcado de la soledad crónica. El riesgo ahora es una pospandemia silenciosa, hecha de huellas emocionales y cognitivas que, si no se atienden, marcarán la salud global en las próximas décadas. En la etapa actual podemos evaluar con más perspectiva: la cuarentena logró contener contagios en sus fases iniciales, pero el costo psíquico y social fue altísimo. Lo que se llamó "aislamiento social" en verdad fue aislamiento físico; sin embargo, su traducción en vidas cotidianas produjo una fragilidad social que se prolonga en el tiempo.
Las advertencias de la cienciaLa ciencia venía advirtiéndolo. La Comisión de The Lancet sobre prevención, intervención y cuidado de la demencia incluyó al aislamiento social entre los principales factores de riesgo modificables para el Alzheimer. La soledad sostenida y la falta de red de apoyo duplican el riesgo de deterioro cognitivo. Los mecanismos son múltiples: reducción de la estimulación intelectual, debilitamiento emocional, incremento del estrés y la inflamación crónica, además de la adopción de hábitos poco saludables.
En el plano cerebral, el aislamiento se asocia con menor volumen del hipocampo; la soledad, en otras palabras, deja huellas físicas en el cerebro.
El vínculo es además bidireccional. La soledad aumenta la probabilidad de deterioro cognitivo, y los primeros síntomas de Alzheimer suelen llevar al retraimiento, por miedo al error o a la incomprensión, reforzando el ciclo de aislamiento.
La pandemia y la pospandemia hicieron más evidente este círculo vicioso: las personas que ya estaban en riesgo quedaron más expuestas, y quienes nunca habían sentido la soledad como un problema descubrieron de golpe sus efectos devastadores. El Alzheimer encuentra en la soledad un terreno fértil, y la soledad encuentra en el Alzheimer una forma de perpetuarse.
No se trata solo de una cuestión clínica. El aislamiento interpela a la ética social. Envejecer en soledad no es un problema individual, sino un fracaso colectivo. La resiliencia social se construye en redes comunitarias, en actividades culturales, en encuentros presenciales que devuelven confianza y sostén. También es necesario mantener capacidades virtuales como alternativa ante futuras crisis, pero sin olvidar que la pantalla nunca sustituye la riqueza de la mirada compartida. La pospandemia consolidó una doble conciencia: por un lado, la importancia de preservar las redes de contacto; por otro, la necesidad de contar con recursos virtuales que permitan continuidad cuando lo físico no es posible.
La definición de salud de la OMS ,estado de completo bienestar físico, mental y social se resignificó en este contexto. No basta con prolongar la expectativa de vida: hay que asegurar calidad y compañía en esos años ganados. El Alzheimer, como enfermedad paradigmática del envejecimiento, nos recuerda que no alcanza con fármacos o biomarcadores. La prevención también depende de intervenir sobre los determinantes sociales de la salud cerebral.
El aislamiento social es, al mismo tiempo, una problemática humana y un riesgo médico. Lo vivimos como trauma colectivo y lo confirmamos ahora en la evidencia científica. Combatirlo es tan urgente como controlar la hipertensión o promover la actividad física. La salud cognitiva no se preserva únicamente en laboratorios y hospitales: también se sostiene en las plazas, en los clubes, en los abrazos y en las conversaciones que nos recuerdan nuestra condición más esencial, la de ser con otros. El futuro de nuestra memoria depende tanto de las investigaciones biomédicas como de la voluntad de reconstruir los lazos de una sociabilidad herida.