El valor de la subjetividad en los casos avanzados de Alzheimer
Las terapias complementarias, como la musicoterapia, la aromaterapia y los masajes, no son adornos ni caprichos
En los tramos finales de la vida, cuando la enfermedad de Alzheimer ha avanzado hasta erosionar casi por completo las funciones cognitivas, suele prevalecer una imagen de vacío. Sin embargo, allí donde muchos solo ven deterioro, es fundamental recordar que persiste la subjetividad. El cuerpo habla, la emoción permanece y la dignidad sigue siendo una necesidad y no una cortesía. En este contexto, la atención no puede reducirse a tareas funcionales: debe volverse un acto humano, ético y afectivo.
La higiene personal y los cuidados básicos, por ejemplo, no son meros procedimientos técnicos. En las personas inmóviles, o en estado severo, estos gestos representan uno de los pocos puentes que aún las conectan con el mundo exterior. En cada maniobra de aseo, en cada cambio de posición o en cada caricia con una crema hidratante se despliega una forma de comunicación que puede ser profundamente comprendida por quienes aún conservan memoria emocional ya que, incluso cuando el lenguaje desaparece y los recuerdos se disuelven, el afecto deja huella.
Uno de los errores más frecuentes al cuidar a una persona que padece Alzheimer tardío es suponer que ya no siente o no percibe, pero la ciencia y la experiencia clínica demuestran lo contrario. El contacto visual, la entonación amable y hasta la explicación pausada de cada paso antes de iniciar una acción tienen efectos que van más allá de lo observable: refuerzan la seguridad, reducen la ansiedad y, especialmente, reafirman la existencia de un otro que sigue siendo sujeto.
Así, el respeto por la subjetividad no es solo una declaración bienintencionada, es una necesidad clínica. No se trata de esperar comprensión racional sino de sostener el vínculo desde lo emocional y lo sensorial. La mirada, si la visión está conservada, se convierte en una herramienta de conexión prioritaria. Por eso, mirar al paciente, nombrarlo, anticipar las acciones, y registrar sus microgestos de incomodidad o de bienestar son claves éticas y prácticas.
La higiene diaria cobra una importancia vital. Prevenir infecciones urinarias, cutáneas o respiratorias mediante el aseo, el recorte de uñas, el lavado de manos y el cuidado de zonas sensibles no es solo prevención médica, es garantizar que el cuerpo del paciente no se convierta en un campo de dolor innecesario. Incluso áreas a menudo olvidadas, como la boca, requieren atención. Las infecciones bucales y los riesgos de aspiración por dificultades para tragar son causas frecuentes de complicaciones graves. Aquí, una gasa humedecida o un enjuague pueden marcar la diferencia entre el bienestar y el sufrimiento.
En paralelo, la movilización segura y los cambios posturales adquieren un rol central. No movilizar adecuadamente puede derivar en escaras, fracturas, infecciones respiratorias y trastornos digestivos. Pero más allá del riesgo clínico, lo que está en juego es la dignidad corporal. Una persona postrada tiene derecho a ser cuidada sin violencia, sin brusquedad y sin descuido. La rigidez muscular, común en esta etapa, requiere maniobras suaves, técnicas apropiadas y un equipo interdisciplinario entrenado. La intervención de kinesiólogos, enfermeros y terapeutas ocupacionales no es un lujo sino una necesidad.
Pero aun en los mejores protocolos existe una dimensión ineludible: la emocional. Cada movimiento, cada manipulación del cuerpo debe hacerse desde el cuidado, con una voz cálida, con pausas que acompañen el ritmo más lento de procesamiento del paciente. El tiempo interno está alterado: lo que para un cuidador toma segundos, para el paciente puede representar un universo de sensaciones. Por eso, detenerse, explicar, mirar y escuchar los silencios son también actos clínicos. Además, el entorno tiene que ser pensado. Los espacios donde viven o transitan estas personas deben ser seguros y estar bien iluminados, libres de obstáculos, con superficies antideslizantes. Las caídas (muchas veces fatales) no son hechos inevitables sino una consecuencia de entornos no adaptados o ayudas técnicas mal realizadas. Y aquí entra en juego otro actor muchas veces relegado: el cuidador. Su rol es insustituible, pero debe ser formado, acompañado y sostenido. Enseñarle no solo a mover sino también a reconocer signos de dolor, incomodidad o malestar es una inversión en salud tanto física como emocional.
El tiempo también debe respetarse desde lo biológico. El ritmo circadiano de aquellas personas que viven con Alzheimer, muchas veces alterado por el uso excesivo de pantallas o de luces intensas, debe ser cuidado. Conservar los ciclos de luz y de oscuridad, evitar interrupciones del sueño y mantener rutinas estructuradas ayuda a disminuir síntomas conductuales y reduce la necesidad de psicofármacos.
Por último, las terapias complementarias no son adornos ni caprichos. Son herramientas reales para acceder a esa subjetividad aún viva. La música despierta recuerdos grabados en zonas cerebrales menos dañadas, la aromaterapia, los masajes, la tangoterapia, la zooterapia y los entornos multisensoriales generan placer, disminuyen la agitación y, lo más importante, reintroducen el disfrute en una vida que suele verse solo desde la pérdida.
Estas intervenciones no curan, pero transforman. A veces, un leve gesto de conexión puede evitar una crisis, una mirada puede ser más eficaz que un ansiolítico y una caricia puede reemplazar la frialdad de un protocolo rígido. En esa sensibilidad está la clave del cuidado.
Porque durante el Alzheimer avanzado no solo se cuida un cuerpo deteriorado sino que también se resguarda una historia, una presencia, una forma de estar en el mundo que, aunque modificada, no ha desaparecido. La subjetividad no se apaga, cambia de lenguaje. Y nuestra tarea es aprender a escucharlo.