Fuimos una familia completa
Él me alentaba la pluma. No perdió la costumbre como Papa. No dejaba pasar la oportunidad de pedirme que nunca me permitiera no dejar testimonio
Nosotros, hace 28 años que juntos somos nosotros. Nuestras carcajadas, el sentido del humor, dieron la vuelta al mundo. Nos reímos en Buenos Aires, en Roma, en los destinos de los vuelos papales. Siempre sin pudor. Nadie pudo esconder jamás su risa. Una de mis misiones a su lado era contarle todo con lujo de detalles desde que nos conocimos, rezar, divertirnos y compartir los secretos. Fuimos una familia completa uno para el otro.
No se murió mi amigo, se fue un padre, un hermano, a veces, un hijo. Desde el día que lo conocí, me dio vuelta la vida. Caminando a su lado descubrí un mundo diferente: el de las periferias. La pobreza, las cárceles, los centros de salud mental, los hospitales.
Pasamos juntos 14 Nochebuenas, otras tantas Semanas Santas. Un día en el lavatorio de pies del Hospital de Niños, que en brazos de sus madres lo miraban con curiosidad, estábamos apenados. Era muy triste ver esas criaturas desahuciadas por la leucemia. Salimos, caminando, detrás de él, a mí se me caían las lágrimas solas. Me rodaban por las mejillas. Al subir al auto le dijo a Hernán, mi esposo, y a mí: "Estas son las cosas que no entiendo de Dios". Lo demás fue silencio.
Otro año fuimos a la cárcel del Borda, donde el ingreso era superestricto, con medidas de seguridad extremas. Allí estaban quienes tenían la desgracia de haber perdido la razón y la libertad. Era un escenario doloroso. Erizaba la piel ver a los familiares, muy mayores, y pensar quién iba a hacerse cargo de estos hombres el día que ellos no estuvieran. Tenían las caras y los gestos arrugados de desolación. Cuando llegó el momento de darnos la paz, Dios me puso a prueba. Algunos de ellos habían sido portada de Crónica, dos eran asesinos seriales, por citar sólo un ejemplo. Nos acercamos, no les iba a pedir el prontuario, los fui abrazando de a uno y me decían: "Gracias porque hace mucho que no me abraza nadie". Salí en estado de gracia, siempre pegada al padre Jorge, como una estampilla. Nos guió hasta la salida un amigo de allí dentro, al que llamaban Pomelo. Nos dijo: "Estoy acá internado más por pobre que por loco". Bergoglio lo bendijo fuerte. Después le tomó las manos.
Pasaron unos días y Pomelo apareció en la puerta de la radio en la que yo trabajaba. Me vino a visitar y contarme que había podido salir. Que estaba en un hogar, bien cuidado y con trabajo en un puesto de diarios: "Eso sí, me siento un poco solo, te dejo mis datos así me conseguís una novia". Se lo conté al padre Jorge, que se divirtió baratito y me dijo: "Ocupate y buscale una amiga". No lo decía en broma. La soledad era un tema serio para el cardenal. Siempre hice todo lo que me pedía. Al tiempo que me saludaba no dejaba de preguntarme: "¿Escribiste o todavía no?".
Él me alentaba la pluma. No perdió la costumbre como Papa. No dejaba pasar la oportunidad de pedirme que nunca me permitiera no dejar testimonio. Recomendaba mis libros, las notas, todo. Hasta último momento, me dijo por favor no dejes de escribir.
La palabra es un don de Dios. Se enteraba de todo. Teníamos como un radar uno con el otro. Nos leíamos el pensamiento a la distancia. Siempre supe qué decir, qué escribir acerca de él como si me lo estuviera soplando en el oído. Tengo tanto para hacer. Seguir con su legado que es el camino de Dios. Los seres humanos tenemos sintonía y sin duda existió entre nosotros.
El escritor mexicano Juan Rulfo, el autor de "Pedro Páramo", decía que no hay que escribir en caliente cuando se vive una situación límite como un duelo. Eso que no hay que hacer, lo estoy haciendo en este momento porque no puedo faltar a mi cita con Crónica, un día como hoy.
A la madrugada me desperté muy descompuesta, así que seguí hasta la mañana. Fue a la misma hora que él se estaba muriendo. Supe que este tiempo iba a llegar. El sábado me alcanzó a decir "No te olvides de mí". Tengo tallados en mi corazón todos los abrazos. Mis manos se entibian de todas las veces que las entrelazábamos juntas. En los oídos suenan sus palabras. Vive en mí. Me preparó para este momento. Él fue un gran maestro. "Alicia, la vida son encuentros y despedidas para volvernos a encontrar". También hablábamos de la muerte, me decía que no le tenía miedo y que le gustaría conocerla. Recuerdo ese diálogo, como si lo estuviéramos hablando ahora. Le contesté: "Tampoco le tengo miedo. Eso sí, en cuanto la vea le hago un reportaje". Otra vez se presentó la risa como una persona más y me dijo: "Va a salir corriendo. Por eso no te vas a morir nunca".
La última vez que nos vimos, cuando me saludó me preguntó: "¿Vendiste todos los rosarios que te regalé o los repartiste?". Estábamos en la biblioteca del Palacio Apostólico: "¿A qué hora paso mañana?", y lo más fresco propuso: "Te espero a las seis". Esa noche estuve despierta porque tenía miedo de quedarme dormida. Al tiempo me di cuenta de que estaba apurado por adelantar trabajo. Así empezaba sus días, con reuniones y terminaba doce horas después, sin parar. En el último tiempo había dejado de dormir la siesta. Es todo por hoy, porque las lágrimas me están cerrando los ojos. Qué pena tan grande.