La era peripandémica: altruismo, desarrollo y nuevos hábitos de una humanidad alterada
Durante la emergencia sanitaria se pusieron a prueba la salud física y la estructura emocional de las sociedades
La pandemia fue un acontecimiento que no terminó con el fin de las restricciones. Se transformó en una experiencia que todavía se proyecta sobre nuestras emociones, hábitos y modos de vincularnos. Actualmente vivimos una época que podríamos denominar peripandémica: una zona difusa entre la emergencia y la posnormalidad donde las huellas tanto culturales como psicológicas del encierro siguen marcando lo cotidiano.
Durante aquellos meses críticos se revelaron las dos caras del ser humano: la solidaridad y el egoísmo. En las salas Covid convivieron médicos y trabajadores esenciales que arriesgaron su vida con un sentido de deber colectivo y personas dominadas por la desconfianza, la negación e incluso el miedo.
La sociedad fabricó héroes silenciosos, profesionales, comunicadores y docentes que sostuvieron lo común cuando el mundo se detuvo, pero también aparecieron reacciones agresivas, impulsivas, propias de una humanidad desbordada por el estrés y el aislamiento. La neurociencia lo explica: bajo amenaza, el cerebro límbico (donde habitan la emoción y el impulso) se impone sobre la corteza racional. La empatía se debilita y florece el instinto de supervivencia.
Sin embargo, el altruismo también es un instinto. Nos une, nos permite cooperar y nos impulsa a formar comunidad. Fue clave para la supervivencia de nuestra especie y también para que, en medio del caos sanitario, aparecieran gestos de ayuda que no surgieron de una orden sino de un impulso gregario.
Aún hoy, cuando la emergencia ya quedó atrás, ese reflejo solidario convive con la fatiga social: una mezcla de cansancio moral y descreimiento ante las instituciones. La pandemia no puso a prueba solo la salud física sino también la estructura emocional de las sociedades.
El confinamiento prolongado alteró algo más profundo: los ciclos vitales. Cada etapa de la vida (la infancia, la adolescencia, la adultez y la vejez) tiene su propio ritmo neurológico y social. La interrupción del contacto, el exceso de virtualidad y la exposición prolongada al estrés modificaron esos ritmos. Niños que aprendieron a hablar frente a pantallas, adolescentes que descubrieron la sociabilidad en entornos digitales y adultos mayores que vivieron el miedo a la soledad o la pérdida de sus rutinas. La ciencia ya observa efectos sutiles en el desarrollo del lenguaje, en la atención y en el sueño, así como también un notable incremento de los trastornos ansiosos y depresivos.
El cerebro humano, por su plasticidad, es capaz de adaptarse pero también de clausurar etapas cuando el entorno no ofrece los estímulos necesarios. Durante la pandemia, muchas de esas transiciones se congelaron. La adolescencia se extendió, la adultez se replegó y la vejez se hizo más visible. En esa alteración del tiempo vital aparece una enseñanza: los contextos sociales pueden modelar el desarrollo cognitivo tanto como los genes. La madurez emocional no es un destino biológico sino una conquista cultural que requiere interacción, movimiento y contacto humano.
Ahora, en la peripandemia, asistimos a la reorganización de esos vínculos. Volver a encontrarse fue una necesidad casi biológica, pero no regresamos al punto de partida. Cambiaron los hábitos y los modos tanto de trabajar como de estudiar y de comunicarnos. La tecnología, que fue salvación y refugio, se convirtió también en adicción y frontera.
Nos acostumbramos a una hiperconectividad que, si bien facilitó la continuidad educativa y laboral, consolidó una vida más sedentaria y más mediada por pantallas. Esa rutina, en muchos casos, persiste. Lo que comenzó como un hábito sanitario (distancia física, control del contacto, desinfección constante, etcétera) derivó en un patrón cultural: cierta reserva frente al otro.
Lenguaje y pandemiaEl lenguaje también dejó su marca. El término "distancia social" fue un error semántico que confundió aislamiento con cuidado. Lo que debió llamarse "distancia física" instaló la idea de que protegerse implicaba separarse. Esa confusión tuvo consecuencias: se erosionó la confianza, se fragmentaron los grupos y se acentuó el individualismo. Recuperar lo social continúa siendo una tarea pendiente de estos tiempos peripandémicos.
A la vez, la experiencia de vulnerabilidad colectiva despertó una nueva conciencia sobre la salud mental. Temas antes marginales, como la ansiedad, la soledad, el duelo o la fatiga emocional, entraron en la agenda pública. La pandemia visibilizó la fragilidad psíquica como parte de la salud integral. Ese aprendizaje cultural, aunque doloroso, es quizás uno de los legados más constructivos del período. La humanidad entendió que la mente también necesita cuidados preventivos, comunidad y sentido. No obstante, el olvido avanza con la misma velocidad que el retorno a la normalidad. Como en otras epidemias históricas, la sociedad tiende a reprimir el recuerdo.
La costumbre vuelve a dominar la conducta: nos lavamos menos las manos, abandonamos el barbijo y el miedo colectivo se fue diluyendo. Pero el hábito, decía Plinio el Joven, es el maestro más eficaz. Lo aprendido durante la pandemia no desaparece del todo: se transforma en reflejos culturales, en modos de mirar al otro y en una conciencia más o menos activa de nuestra interdependencia.
La etapa peripandémica nos deja así una paradoja: somos más conscientes de la fragilidad humana y, al mismo tiempo, más propensos al aislamiento digital. Nos sabemos vulnerables, pero también más dependientes de lo colectivo. El desafío es convertir esa memoria en prevención, esa empatía momentánea en estructura social. Si algo mostró la pandemia es que la humanidad no se divide entre héroes y egoístas sino entre quienes aún creen en el otro y quienes ya no.
El virus se retiró, pero dejó un espejo encendido. Lo que vemos ahí no es solo nuestra biología amenazada sino también nuestra forma de estar en el mundo. En esa imagen incierta, entre el miedo y la cooperación, entre el encierro y la necesidad de encuentro, se juega el futuro emocional y cultural de nuestra especie.