La producción y el trabajo en crisis: 28 años de tensiones sin resolver
En los últimos 28 años, el mundo del trabajo ha sido (y sigue siendo) una expresión de las (des)igualdades del modelo económico impulsado por quienes gobiernan
En 1997, cuando salía el primer número de BAE, Argentina atravesaba una etapa de aparente estabilidad económica bajo el régimen de convertibilidad. Sin embargo, esa estabilidad escondía tensiones profundas a lo largo y a lo ancho del país: una industria que ya no podía sostenerse frente al tipo de cambio fijo, y un proceso de desguace del Estado que recuerda al que estamos viviendo actualmente.
Ese proceso tuvo su punto de quiebre en diciembre de 2001 luego de dos jornadas que finalizaron con una violenta represión. A casi tres décadas, las formas de exclusión han mutado, pero los problemas estructurales de la economía siguen.
Comenzando por la etapa de la Convertibilidad, allí fue posible distinguir dos fases. En la primera, desde 1993 a 1998, el PBI argentino creció un 21,8%, con tasas anuales del 4%. Ya para la segunda fase, comprendida entre 1998 y 2001, el agotamiento del modelo se haría evidente con la caída del PBI y del producto industrial.
La industria perdió participación en el PBI frente a los servicios, los cuales también habían mermado en un 5%, y frente a las actividades agropecuarias que habían disminuido en un 1%. En esta segunda fase, la Inversión Bruta Interna Fija se desplomó, cayendo a una tasa anual acumulativa del 9,2%.
Hacia fines de la década del 90, Argentina atravesaba la etapa final de la Convertibilidad. El tipo de cambio fijo había ayudado a contener la inflación, pero también erosionó la competitividad industrial. Enmarcado en un proceso de flexibilización y valorización financiera, mientras las importaciones se dispararon un 670% entre 1990 y 1998, alimentadas por la apertura indiscriminada y la apreciación del peso, muchas PyMEs cerraban o se convertían en importadoras. Paralelamente, en las grandes empresas primó la aplicación de sus excedentes en el sistema financiero en detrimento del productivo.
En mayo de 1997, la tasa de desocupación se ubicaba en 16,1%, con casi 1,5 millones de personas sin trabajo. Si bien actualmente los guarismos son más bajos (la desocupación ronda el 7,9%, con alrededor de 1,1 millones de personas desempleadas), el mundo laboral muestra una creciente heterogeneidad: aumentan el cuentapropismo, la informalidad y la cantidad de personas que, aun trabajando 40 horas semanales, siguen siendo consideradas pobres por sus ingresos.
Diciembre de 2001 mostró, de forma tan dramática como ineludible, los límites de los modelos neoliberales. A principios de 2002, la tasa de desocupación alcanzó su máximo histórico: 21,5%. En paralelo, la pobreza, que ya era del 46% en octubre de 2001, siguió creciendo durante el año siguiente hasta superar el 66%. Lo que vino después fue una etapa de reconstrucción del empleo formal, impulsada por el crecimiento económico que si bien logró reducir los indicadores más críticos, no revirtió las tendencias estructurales de informalidad. A su vez, la participación de la industria manufacturera en el PBI se redujo en un 17,6% entre 1991 y 2001.
Con la devaluación de 2002, el tipo de cambio real comenzó a volverse competitivo y la industria inició un proceso de reconstrucción. Tal es así que, la participación del sector manufacturero en el PIB argentino en dólares aumentó en forma significativa luego de la devaluación del peso, y alcanzó un máximo de 25 % en 2003. Desde entonces y hasta 2007 se redujo en forma gradual, con una marcada caída en 2011.
Desde 2016 en adelante, comienza una revisión de las políticas que incentivaban y generaban mecanismos de protección selectiva a favor de la industria manufacturera, teniendo como contracara un intento de restitución del proceso de valorización financiera. Ello se complementó con el escenario de desregulación financiera y cambiaria, de movilidad de capitales y de especulación financiera, que a su vez se caracterizó por la presencia de una fuerte relación entre un elevado endeudamiento y la fuga de capitales.
A partir de ese momento, también se consolidó un proceso de uberización del empleo: un modelo en el que las plataformas digitales conectan a trabajadores con clientes. Esta intermediación se da sin contrato laboral, lo que permite cierta flexibilidad horaria, pero también implica una profunda precarización: trabajadores sin aportes jubilatorios, sin obra social ni cobertura de riesgos del trabajo. Sin dudas, se trata de un problema intertemporal, que impacta de lleno en la ya debilitada estructura del sistema previsional. Cada vez son menos las personas que aportan, pero a todas les llega, tarde o temprano, la hora de jubilarse.
En los últimos 28 años, el mundo del trabajo ha sido (y sigue siendo) una expresión de las (des)igualdades del modelo económico impulsado por quienes gobiernan. En los ‘90, el problema central era el desempleo; hoy lo es la precarización en sus múltiples formas, que no solo debilita el presente laboral, sino que arrastra consecuencias intertemporales sobre el sistema previsional, además de consolidar una pérdida de derechos tan silenciosa como profunda.
Pensar en un futuro más justo requiere volver a poner al trabajo en el centro: no como una consigna vacía, sino como organizador social, económico y de las rutinas cotidianas.