La película porno para salvar del naufragio
El lector estará habituado a que, a la hora de recomendar películas pornográficas en esta columna, nos refiramos casi exclusivamente a los años setenta o a los primeros años ochenta. Para evitar una serie de explicaciones engorrosas, el autor les pide que vean Boogie Nights, el segundo largometraje de Paul Thomas Anderson, que narra la historia de una familia -o algo así- que vive en el universo de la producción porno en aquel cambio de década. Básicamente lo que sucedió con el porno fue que dejó de ser una parte de ciertas películas que, además, cuestionaban el sexo o lo veían de manera temática a ser exhibiciones puramente genitales. El suspenso dejó de existir, la empatía con los personajes -y, por lo tanto, también la identificación- se disolvió en cuerpos anónimos y, en última instancia, solo quedó algo parecido a la gimnasia, aunque con el tiempo se fue volviendo más dura. Lo que era soft-porno en los setenta hoy ni siquiera se hace; el hardcore de entonces es hoy soft y el público cada vez se orienta más a lo raro, lo bizarro o directamente lo cruel. Hay una doble perspectiva, además, respecto de los cuerpos: o hipertróficos productos de la cirugía o normalidades espiadas fuera de todo glamour. Lo que excita es el espionaje más que la emoción erótica producto de entender a las criaturas de cada film.
Puede sonar a protesta, pero en última instancia es lo que sucede en todo el campo del cine. El blockbuster mainstream es tan artificial como el porno mainstream, mientras que el otro cine se declina en realismo o hiperrealismo. La estilización suave, ese punto medio que fue durante décadas el verdadero motor del cine, ha desaparecido. El porno puede anticipar algunas tendencias, pero por regla, como todo producto cultural, siguen las reglas de cualquier otro medio estético, que son las de la propia sociedad en las que se desarrolla.
Terminada la justificación de por qué prefiero el porno de los setenta (que fue la mejor década de la historia del cine, así que no hay ninguna rareza en tal predilección), quiero además decirles cuál es mi película pornográfica favorita. La recomendé varias veces aquí, pero hace poco la volví a ver. Nos pasa a los críticos de cine que la perspectiva del tiempo, en algunas circunstancias, nos obliga a cambiar de opinión respecto de lo que vemos. A veces a favor; a veces, en contra. Con esta película en particular me sucedió que le vi otras cosas interesantes. Es Taboo, de 1981, y habla del incesto, en este caso entre madre e hijo.
Empecemos por algo importante: no es un tema que no haya sido abordado por "el otro" cine. Pueden ver, por ejemplo, el excelente melodrama La Luna, de Bernardo Bertolucci, donde ocurre exactamente lo mismo (y hay algunas desnudeces, y bastante sexo como en casi toda la obra de este director). Pero me da la impresión de que ese filme apostaba a la coartada de ser "de autor", de tener un cast importante (de paso, fue uno de los primeros roles en el cine de Roberto Benigni, así que también pueden culpar de eso a Bertolucci) y de que los elementos de la "alta cultura" (la ópera, en este caso) disolvieran el asunto del erotismo y lo pulsional. Así, aquella habitué entrada en rollos de los cines -hoy desaparecidos- de la Avenida Santa Fe podía acercarse sin culpa a algo de sudor y fluidos y comentarlo a la hora del te. Sabe el lector que eso sucedió mucho tiempo, pero seamos piadosos: todos alguna vez fuimos así de pacatos y ambiguos.
Volviendo a Taboo, el filme fue dirigido por Kirdy Stevens, activo durante años en el negocio. La trama es interesante: Key Parker interpreta a Barbara, una mujer de unos cuarenta años, sexy y atractiva pero no necesariamente "dibujada" como una estrella porno. Es en todo sentido una mujer común y normal, y eso es lo primero que atrae: nos interesa ella. Se acaba de separar de su esposo, sexualmente torpe, y se siente frustrada por la separación, tanto sexual como afectivamente. Impulsada por una amiga muy liberada -un gran trabajo de Juliet Anderson, que se muestra como excelente comediante-, intenta algunas cosas. Pero mientras, va sintiendo curiosidad y atracción por su hijo Paul, interpretado por Mike Ranger. Paul es libre sexualmente, tiene una novia e incluso realiza un trío con ella y otra chica. El contrapunto entre la libertad y desenfado del hijo (también un tipo "normal", no un obseso sexual) y la frustración de la madre crece. Antes del final, Barbara presencia una orgía, no logra integrarse y vuelve excitada a casa, donde finalmente consuma con Paul. Pero la secuencia final los muestra a los dos tranquilos, sin frustración ni remordimientos, normales de toda normalidad. Eso, justamente, es lo subversivo de la película.
Los motivos por los cuales prefiero esta película a cualquier otra "de sexo" son interesantes. En primer lugar, el sexo no es una obsesión de los personajes, sino algo que forma parte de la vida cotidiana, cuya necesidad puede ser o bien satisfecha o bien llevar a la frustración. Ese punto, que el sexo es necesario pero no lo único, contradice toda la poética porno. En segundo lugar, el tono es relajado: se trata de una comedia de costumbres hecha y derecha que incluye sexo explícito (bien filmado, es decir sin subrayados tontos) y cuyas escenas porno hacen que la trama se desarrolle. En tercero, porque es más lo que no se dice y surge de la imagen y la actuación que lo que se declama -maldita manía de toda película la de explicar lo evidente-, y todo se desarrolla con ese tono medio de reflejo de lo cotidiano que Hollywood ha sabido constituir en un arte mayor. Y porque, incluso con su "tabú" quebrado, es una película feliz que excita más las neuronas y las emociones que los genitales. Si hay que salvar una, salvaría Taboo.