Falleció a los 84 años

Adiós a Antonio Gasalla, el último genio del humor que nos quedaba

Creador del café-concert, revolucionario del teatro de revistas, estrella indiscutible de la televisión durante décadas, inventor de personajes que satirizaban lo argentino y se volvían universales. Gasalla fue de lo más importante que dio nuestro arte, popular o no. Aquí el por qué.

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Murió Antonio Gasalla. Se sabe. Pero decir “murió Antonio Gasalla” es algo más: es decir que terminó definitivamente la gran comicidad argentina. Esa que requería no sólo complicidad con el espectador, sino que confiaba en su inteligencia. Gasalla, nacido en 1941, hincha de Vélez, porteño de toda porteñidad, admirado por cualquiera que se haya acercado a sus personajes, fue quizás el humorista más completo y complejo que dio nuestro país, en una época en la que la especie abundaba. Un artista completo que dominaba la escena teatral -desde el pequeño escenario de un café concert hast el consagratorio proscenio del Maipo-, la pantalla televisiva, la escritura e incluso la enorme pantalla de cine. Todo esto suena a exageración, la que solemos emplear los periodistas cuando muere un artista. Pero no: todo puede demostrarse.

Lo primero: el café-concert. Prácticamente lo inventó a fines de los sesenta con su amigo de siempre Carlos Perciavalle, Edda Díaz y Nora Blay. En lugares chicos donde se podía tomar algo y escuchar humor, hacían algo más que lo que hoy llamamos stand-up: hacían sátira social. No eran tiempos sencillos, por cierto. Pleno onganiato y preludio de la década más violenta de nuestro país. Y sin embargo, ese movimiento que luego arrastraría a la vanguardia porteña, era una válvula de escape a través de la risa. Mientras en la televisión triunfaba el humor familiar o la picaresca simple, Gasalla y otros inyectaban veneno. Por esos mismos pagos andaba Enrique Pinti, que fue uno de los mayores guionistas que tuvo el Antonio en su carrera, antes de volverse él mismo una atracción de escenarios como el propio Perciavalle. Terminada la época del café-concert, llegó la revista porteña. Pero lo de Gasalla era definitivamente otra cosa, si bien tenía los elementos propios del género y del music-hall.

Gasalla no era el capocómico picaresco que satirizaba a una clase media a veces sólo aspiracional a través del chiste sexual o la chantada profesional. No era el excelso Olmedo, rey del timing, ni el preciso Porcel, monarca de la intención. Gasalla creaba tipos, personajes que excedían con mucho el repertorio revisteril. La Neurona, por ejemplo. La empleada pública. La insoportable Nena, que hacía vibrar teatros. Eso tampoco era stand-up: no se trataba del humor confesional de la pequeña anécdota, sino de relatos que mostraban la parte absurda de la Humanidad de modo cómico. Gasalla sabía cómo adherir a sus criaturas cómicas unas gotas de truculencia. Lo suyo fue el esperpento, ese invento de Valle-Inclán que el humorista aplicó a los tipos argentinos para llevarlos al infinito.

Cuando tuvo la oportunidad de hacer televisión, no se limitó a trasladar a sus personajes, sino a crear relatos y a establecer grandes dinámicas con los actores que lo rodeaban. Llevó a gente del underground porteño, como Verónica Llinás, Alejandro Urdapilleta, Humberto Tortonese; a humoristas capaces que no habían “dado el salto” (Atilio Veronelli, Juan Acosta), y gente que tenía un enorme talento a desarrollar (Juana Molina). O veteranos gigantescos como Norma Pons (“No seas yegua, Marta”) o Roberto Carnaghi.

Aunque sí, digamos la verdad: lo que estableció definitivamente al actor como ídolo popular fue Mamá Cora, el personaje que interpreta en el clásico cinematográfico Esperando la carroza. No son demasiados minutos en pantalla, pero le alcanzan para empatar en la película el campeonato de vis cómica con China Zorrilla (¡Y había que ser tan cómico como China Zorrilla!). Millones descubrieron a Gasalla gracias a la película de Alejandro Doria. La Abuela luego se volvió personaje autónomo, lo hizo propio: sus intervenciones con Susana Giménez en la pantalla chica son absolutos clásicos. Como aquella despedida, tras 16 años de trabajar con la diva, en 2017, cuando salió por primera -y única, y última- vez del personaje para agradecer.

Es importante destacar algo: Gasalla hizo muy poco humor político. No hacía falta: sus críticas filosas a la realidad eran tan agudas que servían para gobernantes y burocracias de cualquier signo político. Vamos: que la Empleada Pública existió, existe y seguirá allí, ejerciendo su pequeño poder dictatorial desde detrás de un escritorio. Si el humor de Gasalla sigue funcionando (basta entrar a YouTube y buscar cualquier fragmento de cualquier programa de cualquier año) es porque las taras humanas siguen siendo las mismas, y las retrató con una inteligencia y ferocidad que, de todos modos, podía equilibrar con algo de ternura.

Poco se dice algo: Gasalla tuvo el rostro más expresivo del humor argentino. No apelaba a la morisqueta, sino que utilizaba la mirada y cada articulación de la cara para crear un estado a la vez cómico e inquietante. Era un actor perfecto que se disolvía en un personaje diseñado al milímetro, y por eso no se lo puede llamar “capocómico”. En la escena, no era Antonio Gasalla, la persona civil, sino el Gasalla teatral, sus criaturas y él mismo como invento. Es probable que esa dedicación a su arte fuera lo que lo hacía hosco con el periodismo. Perciavalle, amigo de toda la vida con el que la prensa solía inventarle rivalidades y peleas, lo retrataba como un tipo muy tímido y concentrado. El verdadero estallido de personalidad surgía a través de sus criaturas.

En fin, se fue Gasalla. Las noticias periodísticas dirán que ya hacía tiempo se había ido; no estaba bien y sufría un gran deterioro cognitivo. Algo que importa mucho menos que la obra, todavía visible, todavía efectiva. Hoy, cuando el humor autorreferente y de “complicidad” inunda ciertos medios de comunicación más bien vacuos y frívolos, cuando el humor está circunscripto a los chistes personales de sobremesa gritados por gente que no lee, lo que Gasalla dejó es un refugio de inteligencia, de humor real, de reconocimiento y descanso cómico de la gran tragedia humana.

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