No aflojar a fin de año: ¿somos esclavos de la productividad?

Dominados por nuestro ego, actualmente somos víctimas de la autoexplotación

Lic. Aldo Godino

Muchas personas experimentan "la fatiga de fin de año" o "la tentación de bajar la guardia". Es que esta época se siente como una maratón: al principio estamos llenos de energía, en la mitad encontramos el ritmo, pero al llegar a los últimos kilómetros (noviembre y diciembre) sentimos que el agotamiento se asienta. Es el tiempo de los balances, los compromisos sociales y la presión de cerrar proyectos. Es tentador desconectar y posponer todo para el "nuevo comienzo" que trae enero, pero es precisamente cuando más necesitamos disciplina y enfoque.

Estamos viviendo en la sociedad del rendimiento. Ser productivos, autoexigentes y ambiciosos puede llegar a enfermarnos. Termina el día y, a pesar de que hemos estado en constante movimiento, sentimos que no fue suficiente, que no llegamos a hacer todo. La autoexigencia está siempre presente en nuestra mente. Creemos que deberíamos ser mejores y que tendríamos que esforzarnos más porque no ponemos suficiente empeño.

Actualmente somos esclavos de nuestro ego y víctimas de la autoexplotación. La autoexigencia nos impide disfrutar porque estamos más concentrados en producir que en descansar. Ya no estamos oprimidos por fuerzas ajenas, ahora somos nosotros quienes nos marcamos estándares inalcanzables que nos frustran y nos agotan.

No se trata de una situación particular sino de un fenómeno colectivo. De forma sutil y poco perceptible, la sociedad, los medios, las empresas, el modo en que está construido el entorno y la cultura nos llevan a exigirnos cada vez más, a rendir, a progresar y a correr sin descanso tras ese ideal que, aunque autoimpuesto, asfixia y agota nuestros recursos.

Se nos insiste en que todo es posible, en que todo está en nuestra mano, en que somos capaces (y debemos) sentirnos siempre bien y alcanzar los objetivos. Y esto puede resultar agotador. Esta sociedad del rendimiento también se alimenta y se sostiene por la creencia de que "hacer más" siempre es mejor. La mayoría de nosotros mantenemos nuestras agendas repletas de actividades y dedicamos cada segundo del día a trabajar por un objetivo, ya sea laboral o personal.

El cansancio no se supera con más café sino con una gestión inteligente de nuestra energía. Es bueno hacer micropausas de "recarga". En lugar de trabajar ocho horas seguidas, implementar la técnica 50/10: 50 minutos de enfoque y 10 minutos de desconexión. En esos 10 minutos hay que levantarse, estirarse, mirar por la ventana o beber agua. Nunca revisar redes sociales o mails, ya que esto drena nuestro foco.

El fin de año viene cargado de compromisos sociales (encuentros, cenas, compras y un extenso etcétera) que generan la sensación de no tener tiempo para nada. Aprendamos a decir "no" con gracia. No tenemos que asistir a cada evento ni complacer cada demanda, por lo que sería más que sano practicar el "no, gracias, mi agenda está muy saturada este mes, pero me encantaría verte apenas podamos". Establecer límites es un acto de autocuidado, no de egoísmo.

Practiquemos la gratitud diaria. La presión del cierre de año a menudo nos hace enfocarnos en lo que falta. Dediquemos cinco minutos antes de dormir a recordar tres cosas buenas que sucedieron. Esta práctica simple disminuye la ansiedad y nos ayuda a cerrar el ciclo con una actitud más positiva.

El verdadero "no aflojar" no es solo cerrar el año sino también preparar el terreno para que el próximo no nos encuentre improvisando. No aflojar a fin de año no se trata de trabajar más duro sino de hacerlo más inteligentemente y con más intención. La verdadera victoria de este "sprint final" no será la cantidad de tareas completadas sino la sensación de calma y de control que nos permitirá disfrutar de las festividades y comenzar el próximo ciclo desde un lugar de descanso, no de agotamiento.

Es conocido el texto de Kim McMillen: "Durante muchos años he vivido con el corazón resguardado. No sabía cómo extender el amor y la compasión hacia mí misma. A medida que crecía el amor a todo lo que soy, la vida comenzó a cambiar en formas bellas y misteriosas.

Cuando me amé de verdad comprendí que, en cualquier circunstancia, estaba en el lugar correcto, en la hora correcta, en el momento exacto. Entonces me relajé. Hoy sé que eso tiene un nombre: autoestima.

Cuando me amé de verdad dejé de desear que mi vida fuese distinta y comencé a ver que todo lo que sucede contribuye a mi crecimiento. Hoy a eso le llamo madurez.

Cuando me amé de verdad comencé a entender que es ofensivo forzar alguna situación o a alguien para realizar mis deseos aún sabiendo que no es el momento o que la persona no está preparada, inclusive si se trata de mí misma. Hoy sé que el nombre de esto es respeto.

Cuando me amé de verdad desistí de querer tener siempre la razón y con eso cometí menos errores. Así descubrí la humildad.

Cuando me amé de verdad entendí que mi mente puede perturbarme y decepcionarme. Pero, cuando la coloco al servicio del corazón se torna una enorme y valiosa aliada. Hoy sé que todo eso es saber vivir".

Esta nota habla de: