No es obligatorio llevar la carga de los demás
Puede ser realmente peligroso quedarnos atrapados en los otros
Si el grado de compromiso con alguna persona es excesivo en nuestras relaciones interpersonales cotidianas, ya sea por intensidad o por frecuencia, corremos el riesgo de caer en la trampa de sentirnos imprescindibles: amar y ayudar a los demás, olvidándonos de amar y ayudarnos a nosotros mismos.
Esto se alimenta a través de actitudes que llevan a involucrarse sin límites con el sufrimiento ajeno bajo el lema "si no lo hago yo, nadie lo hará". Son personas que solo tienen en cuenta los puntos de vista, los deseos y las emociones de los demás. Por eso se hace necesario distinguir entre el hecho de ponernos en el lugar del otro e instalarnos en ese lugar. La empatía es vestir la piel de la otra persona, algo que se transforma en insustituible para entender al resto, aunque puede ser realmente peligrosa cuando nos quedamos atrapados en los otros.
Muchas personas están convencidas de que las necesidades ajenas siempre son más importantes. Esa falta de autocuidado no puede ser suplida por la atención de otros o quizás por un cuidado mucho mayor para no notar la carencia. Y esto muy pocas veces se produce.
Para las personas que han caído en la llamada "trampa del mesías", cuidar y proteger a los demás (muchas veces de modo paternalista) se convierte en la única manera de ofrecer amor. Nadie se los impone. Construyen una y otra vez relaciones personales desequilibradas que alimentan dependencias. Se producen situaciones de verdadero conflicto interior, sentimientos de confusión, agobio constante e incluso, en algunos casos, estados de depresión por no poder con todo.
Dicen que hacer el bien es olvidarse de uno mismo para darlo todo por los demás. Pero eso no es cierto. Actuar de forma correcta, con integridad y, a su vez, favorecer el bienestar de quienes nos rodean no supone "abandonarse". Aquellos que siempre procuran lo mejor para el conjunto actúan según la voz de su interior y sus propios valores. Si no lo hicieran sería ir en contra de sus propias esencias y entonces le estarían provocando un grave daño a su identidad.
Es bueno recordar que las necesidades de los demás, en primera instancia, tienen que ser cubiertas por ellos mismos y, aunque pueda ser bueno ayudarlos, son quienes en última instancia tienen que lograrlo, ya que es su responsabilidad. De esta manera se evita el contagio de estados emocionales negativos y se consigue un apropiado manejo de sentimientos. Nos protegemos de la inundación afectiva e impedimos que las emociones ajenas nos arrastren, un riesgo que corren las personas excesivamente empáticas.
Intentar quedar bien con todo el mundo, anteponer las ideas de otros, realizar favores que no queremos hacer (y que quizás hasta tenemos una buena razón para no hacer), no pedir nunca ayuda para no molestar y cuidar a otras personas pero no de nosotros son comportamientos que se manifiestan cuando actuamos por miedo, por culpa o por necesidad de reconocimiento. Cada vez que nos olvidamos de nosotros estamos avivando estos sentimientos.
Apagar el móvil, pasar tiempo a solas o estar un día sin salir de casa. En definitiva, cerrar las puertas y abrazar el tiempo en soledad son comportamientos que no todos comprenden. A pesar de vivir en la época de la conexión y de la demanda continua de disponibilidad es necesario desconectar para cuidarnos y respirar el olor a libertad. Estar bien con uno mismo es preferible a querer quedar bien con todos, ya que es sinónimo de salud y de bienestar. Es como el aprendizaje que se adquiere después de un largo viaje. Es un despertar que nos permite llevar la vida con más integridad. Estar bien con uno mismo es algo esencial. Deberíamos aprender a podar determinadas relaciones y buscar ese calor que nos permita recuperar dignidades, autoestimas y bienestares. La dignidad es el respeto por uno mismo y vida en plenitud.
"Un monje, imbuido de la doctrina del amor y de la compasión por todos los seres, encontró durate su peregrinar a una leona herida y hambrienta, tan débil que no podía ni moverse. A su alrededor había leoncitos recién nacidos que gemían intentando extraer una gota de leche de sus secos pezones. El monje comprendió perfectamente el dolor, el desamparo y la impotencia de la leona, no solo por sí misma sino también por sus cachorros. Entonces se tendió junto a ella, ofreciéndose a ser devorado y así salvar sus vidas.
La historia muestra con claridad el riesgo de la implicación excesiva en el sufrimiento ajeno. Un riesgo visible en esa gran carga con la que caminan las personas que rara vez miran dentro de sí y desatienden sus propias demandas de ayuda. Entregadas pero heridas, dispuestas a dar todo el amor y a no quedarse con nada para ellas mismas, hasta que es ese propio vacío el que termina de a poco con ellas, sin que sepan identificar muy bien qué es lo que las hace sufrir".