Aprender de los propios errores

Equivocarse puede ser una vía a la corrección y la mejora

agodino

Vivimos en una época marcada por la aparente infalibilidad, ahí donde abundan las personas que no admiten sus errores, los políticos que no asumen las responsabilidades de sus desaciertos y las instituciones que no aceptan el peso de sus equivocaciones. Cuesta dar el paso hacia el reconocimiento de errores y falsedades.

No termina de aparecer el sentido auténtico de responsabilidad en el que se asume plenamente el tropiezo, expresándolo de forma abierta, sincera y valiente. No es fácil admitir ante otros que uno es falible y vulnerable. En escenarios tan rígidos y complejos, se nos olvida que admitir errores es, al fin y al cabo, una oportunidad excepcional de crecimiento y mejora. Decía Goethe: «El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada".

Las personas que no admiten sus errores, a menudo, tienen estilos de personalidad muy duros y faltos de habilidades sociales. Muchos se aferran a querer dar una imagen de eficacia absoluta. Admitir errores, asumir la responsabilidad de determinadas falsedades o malas decisiones, es una línea roja que no se quiere cruzar.

En este ámbito encontramos muchos "narcisistas", personas obsesionadas en publicitar casi de forma constante sus logros, sus aparentes virtudes, sus elevadas competencias, pero con incapacidad para admitir jamás límites propios. Son hombres y mujeres inmaduros emocionalmente, con graves carencias básicas para crear vínculos significativos. Hay una irresponsabilidad frente a los errores, al punto de pensar que estos no existen. Algunos optan por rechazar el error, bloquearlo y levantar a su alrededor un sofisticado mecanismo de defensa. Creen que, silenciándolo, son más fuertes.

Confucio afirmó que "cometer un error y no corregirlo es otro error". La negación es el primer obstáculo para reparar las consecuencias de un fallo cometido. Al poner distancia entre lo que ha ocurrido y sus consecuencias, se dificulta la posibilidad de aprender en la experiencia. Una actitud más sana y enriquecedora sería observar el error e intentar ver en qué se ha fallado. Errar es algo muy común y no significa fracaso sino aprendizaje.

El hecho de no asumir los propios errores hace disminuir el potencial de progreso. Hay muchos que, al culpar a los demás de sus propias fallas, las terminan negando. Y de esta forma, se boicotean a sí mismos y se ponen trabas o frenos en el camino del crecimiento. Suelen optar por actitudes victimistas, sin un criterio constructivo sobre el hecho en sí.

Otro grupo de personas se engloba entre los que ni siquiera ûfrente a la evidencia- ven error alguno. Estarán expuestos a tropezar una y otra vez con la misma piedra. Aprender de nuestros errores produce corrección, reparación y mejora. Fallar es humano. Pero aprender de nuestros errores una vez cometidos, en lugar de negarlos, también lo es. Reconocerlos nos puede abrir las puertas del cambio, aprender a ser flexibles, a ser tolerantes. Los errores son las huellas de nuestros intentos. "Un hombre nunca debe avergonzarse por reconocer que se equivocó, que es tanto como decir que hoy es más sabio de lo que fue ayer", afirmó Jonathan Swift.

“El único hombre que no se equivoca es el que nunca hace nada”

El pasado no define a nadie. Uno mismo es quien puede decir cómo ver al ayer: como una carga o como un aprendizaje. No importa cuánto duela equivocarse, duele más la mediocridad de no querer avanzar. Todos nosotros somos maravillosamente falibles. Equivocarse es común a todos los humanos; pedir perdón, en cambio, una virtud que pocos practican. Es reconocer los daños para demostrar, a quien tenemos delante, que somos conscientes de lo provocado. Es ser capaz de vestirse, con la humildad y la valentía, para pedir disculpas.

Manolo andaba lentamente por la calle. Se encontraba mal y tenía frío. ¿Qué podía hacer? Llegó a la ciudad con mucho dinero y se lo había gastado sin control. No le faltaban amigos, pero cuando le vieron sin nada le dieron la espalda. Recordaba a sus padres y hermanos. Los había ignorado desde que llegó a la ciudad. ¿Lo recibirían si se los pedía? Se le ocurrió una idea: les escribiría reconociendo sus errores y pidiendo perdón.

El padre de Manolo volvía rendido del campo. Su mujer preparaba la cena. Al rato llegaron los hijos a casa. -"Papá ha llegado esta carta para ti". El padre se sentó, abrió la carta y empezó a leerla. Era de Manolo. -"Queridos padres y hermanos: les pido perdón por todos los disgustos que les he causado y por todos mis errores. Estoy enfermo, sin dinero y nadie cree en mí. Si ustedes me perdonan y están dispuestos a recibirme, pongan un pañuelo blanco en el árbol que hay entre la casa y la vía del tren. Yo pasaré. Si veo el pañuelo en el árbol, bajaré e iré hacia casa. Si no, lo entenderé y continuaré el viaje."

A medida que el tren se acercaba a su pueblo, Manolo se ponía nervioso. ¿Le perdonarían? El tren pasó rápido por delante del árbol pero Manolo lo vio. íEstaba lleno de pañuelos blancos que sus padres y hermanos habían atado al árbol! El tren se detuvo, Manolo bajó de prisa. En el andén, bien abrigados, porque estaba nevando, estaba toda la familia".

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