No sé si les pasa de sentarse con niños a ver lo que eligen en TV, pero si lo hacen cabe la posibilidad de que descubran joyas escondidas. Pues bien, amigos, este escriba tuvo la posibilidad de pasar bastante tiempo revisando animaciones infantiles y puede asegurarles que hay cosas que vale la pena ver sin ellos.

No es novedad que Cartoon Network está a la vanguardia de este cambio desde mediados de los noventa, cuando empezó a producir material propio. Esas series -El laboratorio de Dexter, Coraje, el perro cobarde, las primeras Chicas Superpoderosas, Johnny Bravo, Samurai Jack, La vaca y el pollito-, que recuperaban el espíritu anárquico e hipercreativo del cartoon clásico, se pueden ver en Tooncast, y son un buen puntapié inicial. Pero en CN hay varias que son especialmente importantes. Hora de aventura, creada por Pendlenton Ward, es un fenómeno: un niño disfrazado de conejo y un perro viven en un universo de fantasía con colores planos y personajes que parecen venir de la épica y el cuento de hadas, pero cuyos problemas maravillosos se mezclan con lo cotidiano. Es de una poesía notable tanto en diseño como en narración, y cuenta lo que implica una infancia o una adolescencia eternas, y sobre todo cuál es el sentido de la fantasía y el juego más allá de los estrechos límites de ser chico. Si la ve, se vuelve adicto.

Steven Universe tiene bastante de eso. Es la historia de un niño huérfano de madre que se encuentra con unas extraterrestres con cierta misión. Pero es, también, la historia del descubrimiento del amor, de la amistad, del poder “hacer”, todo a través de la fantasía. Aunque en cierto sentido es una saga y los problemas continúan de episodio en episodio, cada uno puede verse aislado. Creada por la enorme caricaturista Rebecca Sugar -reciente visita en Buenos Aires-, es también una serie inclusiva en más de un sentido, tanto de género como de etnias. Pero sobre todo mantiene un tono de humor melancólico con un diseño inspirado en los años ochenta que hace que sea interesante y emotivo cada capítulo.

Clarence es otra serie sobre la infancia. El personaje central es un gordito simpático con amigos del primario, y todo lo que puede ser cotidiano se transforma a partir de su punto de vista en algo fantástico. Pero no deja de ser una serie “realista” en cuanto a lo que sucede, y toca con una delicadeza casi a lo Truffaut los problemas de ser chico, de crecer y de aprender a relacionarse. El abanico de personajes es colorido y variado, y la ternura -que es mucha- nunca está sobreactuada.

Gumball es otra cosa. Creada por el francés Ben Bocquelet, mezcla muchas técnicas de animación -desde el dibujo tradicional hasta el stop motion, pasando por la fotografía animada o el digital 3D- para narrar las tremendas aventuras/desventuras de Gumball, un gato hijo de un conejo y una gata, su hermano adoptivo Darwin -un pez con zapatillas- y su hermana Anaís -una coneja. La familia es más disfuncional que la de Los Simpson, por lejos, y lo que sucede en cada episodio es inenarrable: va del humor de golpe y porrazo al negro sin solución de continuidad. Realmente puede pasar cualquier cosa.

En cambio, Un show más, de J. G. Quintel, es casi la autobiografía del autor a través de la vida de dos amigos post adolescentes -Mordecai, un tero o algo así, y Rigby, un mapache- que cuidan un parque con un grupo de personajes más extraños aún. En cada episodio algo totalmente cotidiano ve la intervención de un elemento fantástico o de ciencia ficción que lleva todo al humor absurdo sin por eso dejar de ser parte del mundo. Lo que se dice un coming of age.

Y por último, Teen Titans Go!. La parodia definitiva de los superhéroes (el largo con estos personajes de DC se estrenó este año y es excelente), es puro humor absurdo, pura locura y tiene más de un guiño adulto, además de comentar y subvertir de raíz el adocenamiento del “superheroísmo”. Todas estas series parecen para chicos pero, como el mejor arte, son para todos.