Tres musicales extraños que nos devuelven la fantasía
Para reivindicar un género demasiado despreciado
Prometo que esta es la última ocasión en la que mentamos los Oscar. Pasó además algo interesante en la última entrega: dos películas que tienen la música como centro -casi se las puede llamar “musicales”- juntaron una buena cantidad de premios. Son Bohemian Rhapsody y Nace una estrella. Las dos están emparentadas porque forman parte de la vieja tradición de Hollywood de contar el ascenso y caída de un artista popular, y de hecho Nace... es la tercera remake del cuento original al respecto (sobre el que, de paso, está construida Bohemian... o Ray, o Walk the line, o cualquier otra biografía de cantante). Sobre la relación del arte y el cine, o del relato de la vida de artistas y el cine, podríamos escribir un libro entero. Pero por ahora concentrémosnos en los musicales.
El musical tiene dos formas básicas: clásica y moderna. En el musical clásico, las secuencias bailadas y cantadas sirven para que la historia avance. En el moderno, sirven para ilustrar algún estado de ánimo. Dicho de otro modo, si sacamos las secuencias musicales de un “clásico”, no hay película; en el otro caso sí, pero bastante desabrida. El musical clásico tiene casi siempre un tema: cómo conciliar el arte y la vocación por entretener con la vida cotidiana (aunque hay algunas películas que tratan de otra cosa, como la fantástica Brigadoon, sobre un pueblo que aparece solo un día cada cien años, o Un día en Nueva York, del recientemente fallecido Stanley Donen, que narra un día de permiso de tres marineros en plena Segunda Guerra Mundial). Siempre hay romance, por cierto, porque la música une a las personas. En cambio, el musical moderno ha tenido casi siempre la intención de comentar de modo satírico el mundo que nos toca. “Satírico”, incluso cuando no es cómico, porque las secuencias musicales son tratadas como algo “raro” que permite tomar distancia de la historia. Los ejemplos más claros al respecto son las películas de Bob Fosse, en especial Cabaret o la última media hora de All That Jazz, donde lo que sucede con el protagonista en el hospital tiene como eco un espectáculo musical alrededor de su muerte. Ahora bien, hay películas que están “al borde” y que participan de ambas formas al mismo tiempo. De hecho, tres de los mejores filmes de las últimas décadas tienen esta mezcla notable. La primera es Fantasma en el Paraíso, de Brian De Palma y, por muchos años, una película de culto en muchas ciudades, especialmente -esto sorprendió a De Palma cuando visitó la Argentina para el lanzamiento de Blow-Out- Buenos Aires (cine Arte, sábados en trasnoche). La película es una versión de Fausto realizada con estética de historieta y homenajes-resignificaciones de Hitchcock y Orson Welles. Pero también es mucho más que eso: es en el fondo la tragedia sobre la vocación y la necesidad de aferrarse a la vida, al tiempo, en un mundo definitivamente ocupado por idiotas. La banda de sonido fue compuesta por Paul Williams, que además interpreta al villano que es, sí, el Diablo, Fausto, Drácula, Dorian Grey y Frankenstein al mismo tiempo. La canción “Faust” es un comentario sobre la propia historia, pero “Somebody Special” integra la trama.
El esquema moderno usa la música solo para comentar las acciones
Segunda en la lista, Velvet Goldmine. Segundo largometraje de Todd Haynes, es la historia de David Bowie pero contada como si fuera El Ciudadano (de hecho, el esquema de un periodista investigando la falsa muerte de un cantante que es el “falso Bowie” sale de allí y hay más referencias a la película de Welles). Como a Bowie no le gustó nada el guión (que lo hacía quedar como un villano que destrozó el glam-rock y se “alió” con Reagan, una exageración) no cedió los derechos de las películas. Así que escuchamos otras del mismo período glam (de T-Rex, de Roxy Music, etcétera). La película es vibrante y el falso Iggy Pop que interpreta a lo bestia Ewan McGregor es sensacional. Por cierto, hay canciones que integran la trama a modo de ilustración y otras que no (es más un musical “moderno” que clásico, pero no siempre) y el diseño visual acompaña el desborde constante de la historia.
Tercera, Moulin Rouge, otra verdadera “ensalada” de estilos y formas aunque muchísimo más cercana al musical clásico. Aquí pasa como en Velvet...: en lugar de tener una banda de sonido compuesta especialmente para el filme, tenemos canciones conocidas.
Ahora bien: todo transcurre en 1900 pero los temas son himnos pop contemporáneos -y no tanto- que recorren todos los géneros. Desde Mariano Mores a Madonna, desde Elvis Presley a Michael Jackson, desde Kylie Minogue hasta los Beatles, desde Kiss hasta Queen, todo suena en plena Belle Epoque. Pero como además se trata de hablar de una “historia arquetípica” (¿cómo sería el molde definitivo de las historias sobre artistas enamorados, sobre el mundo del espectáculo, sobre el amor imposible?), los momentos musicales son los que arman toda la acción. Como en Fantasma..., el núcleo de la trama es la puesta en escena de un espectáculo (musical) que debería servir como metáfora del mundo. Pero como la película de De Palma transcurre en los ’70 de Nixon, de Vietnam, de la caída definitiva de la confianza en el bienestar en los Estados Unidos, todo es pesimista. En Moulin Rouge, Baz Luhrmann es todavía optimista y sitúa la acción cuando la felicidad aún era posible (comienzos del siglo XX) aunque tenga que incluir algo “trágico” para ser fiel al mito.
Pero en los tres casos, como pasa siempre, se trata de preguntarse por qué necesitamos de la música, de los cuentos, de las fantasías y del espectáculo. Pensar que es un género “menor” es no entender que nuestra vida requiere de invenciones que nos permitan salir de la rutina y la pesadez cotidianas. Pruebe y verá.