El monje y la leona

La trampa de sentirse imprescindible

La empatía puede ser realmente peligrosa cuando nos quedamos atrapados en el otro

Lic. Aldo Godino

Si el grado de compromiso es excesivo en nuestras relaciones interpersonales cotidianas, ya sea por intensidad o por frecuencia, corremos el riesgo de caer en la trampa de sentirnos imprescindibles: amar y ayudar a los demás, olvidándonos de amar y ayudarnos a nosotros mismos. Esto se alimenta a través de actitudes que llevan a involucrarse sin límites con el sufrimiento ajeno bajo el lema: "si no lo hago yo, nadie lo hará"

Son personas que solo tienen en cuenta los puntos de vista, deseos y emociones del resto. Por eso se hace necesario distinguir el hecho de ponernos en el lugar del otro y el de instalarnos en ese lugar. La empatía es vestir la piel de la otra persona y se transforma en insustituible para entender a los demás, pero puede ser realmente peligrosa cuando nos quedamos atrapados en ellos.

Muchas personas están convencidas de que las necesidades de los demás siempre tienen preferencia sobre las propias. Esa falta de autocuidado no puede ser suplida por la atención externa o quizás necesite que le brinden un cuidado mucho mayor para no notar la carencia. Y esto muy pocas veces se produce.

Para las personas que han caído en la llamada "trampa del mesías", cuidar y proteger a los demás (muchas veces de modo paternalista) se convierte en su única manera de ofrecer amor. Nadie se los impone. Construyen, una y otra vez, relaciones personales desequilibradas que alimentan dependencias. Se generan, así, situaciones de verdadero conflicto interior, con sentimientos de confusión, agobio constante e incluso, en algunos casos, estados de depresión por no poder con todo.

Es bueno recordar que las necesidades de las personas, en primera instancia, tienen que ser cubiertas por ellas mismas y, aunque pueda ser bueno ayudarlas, son quienes tienen que lograrlo y sobre las que recae la responsabilidad de hacerlo. De esta manera se evita el contagio de estados emocionales negativos y se consigue un apropiado manejo de sentimientos. Nos protegemos de la inundación afectiva e impedimos que las emociones ajenas nos arrastren: un riesgo que corren las personas excesivamente empáticas.

Intentar quedar bien con todo el mundo, anteponer las ideas de otros, realizar favores que no queremos hacer (y con buena razón), no pedir ayuda a los demás para no molestar y cuidar de los otros pero no de nosotros son comportamientos que se manifiestan cuando actuamos por miedo, por culpa o por necesidad de reconocimiento. Cada vez que nos olvidamos de nosotros estamos avivando estos sentimientos.

La asertividad es la capacidad de conocer cuáles son nuestros derechos y deberes. Está muy relacionada con las habilidades sociales, la autoestima y la valoración que hacemos de nosotros mismos y de los demás. Solemos dejar en manos de otras personas el sentirnos valorados o respetados y, efectivamente, hay una parte de esto que dependerá del otro. Sin embargo, la otra parte, la que la persona puede controlar y utilizar, depende de uno mismo.

Tener claros nuestros límites, saber qué cargas podemos o queremos asumir en cada momento de nuestra vida y en cada relación, reflexionar para qué asumimos esas cargas, quererse y hacerse respetar en en cada vínculo depende, en gran parte, de uno mismo.

Estar bien con uno mismo es preferible a querer quedar bien con todos, ya que es sinónimo de salud y bienestar. Es como el aprendizaje que se adquiere después de un largo viaje. Es un despertar que nos permite llevar la vida con más integridad. Estar bien con uno mismo es algo esencial. Deberíamos aprender a podar determinadas relaciones y buscar ese calor que nos permita recuperar dignidades, autoestimas y bienestares. Dignidad es el respeto por uno mismo y por la vida en plenitud. Decía Pitágoras: "Ayuda a tus semejantes a levantar su carga, pero no te consideres obligado a llevarla".

Esta es una reflexión budista: "Un monje, imbuido de la doctrina del amor y la compasión por todos los seres, encontró una leona herida y hambrienta, tan débil que no podía siquiera moverse. A su alrededor, varios leoncitos recién nacidos gemían intentando extraer una gota de leche de sus secos pezones. El monje comprendió perfectamente el dolor, el desamparo y al impotencia de la leona, no solo por sí misma sino especialmente por los cachorros. Entonces, se tendió junto a ella, ofreciéndose a ser devorado y así salvar sus vidas.

La historia muestra con claridad el riesgo de la implicación excesiva en el sufrimiento ajeno. Un riesgo visible en esa gran carga con la que caminan las personas que rara vez miran dentro de sí y desatienden sus propias demandas de ayuda. Entregadas pero heridas, dispuestas a dar todo el amor y a no quedarse con nada para ellas mismas, hasta que es ese propio vacío el que termina poco a poco con ellas, sin que sepan identificar muy bien qué es aquello que las hace sufrir".

Esta nota habla de: