DESDE ADENTRO

Consejos doy, que para mí no tengo

Ninguno de nosotros calza los zapatos de quien sufre. Los consejos no solicitados rara vez funcionan

agodino

Cuando pasamos por un mal momento, generalmente lo último que necesitamos es que alguien nos diga qué debemos hacer. Más que consejos, más que recomendaciones, lo que se valora en esos instantes es la empatía y comprensión.

Cuando pasamos por un momento complicado no siempre necesitamos consejos. Ahora bien, por curioso que parezca, en esas épocas en que uno transita precisamente por la adversidad en cualquiera de sus formas, lo que más recibimos por parte de los demás son recomendaciones sobre los siguientes pasos a seguir. Está claro que hay quien lo hace con toda la buena intención; sin embargo, no siempre es lo más acertado: lo que el otro necesita.

Como bien suele decirse, el acto de dar apoyo es un arte que no todo el mundo produce. Esta artesanía es tan delicada como singular; el consejo es un regalo peligroso, incluso si un sabio se lo da a otro sabio, porque lo más probable es que acabe funcionando mal.

Los consejos no solicitados rara vez funcionan. Debemos comprender lo antes posible la diferencia entre el apoyo informativo y el apoyo emocional. El primero es el menos útil de todos. Uno se limita a ofrecer posibles soluciones y una amplia batería de consejos. Es como ofrecer información y publicidad no solicitada.

El segundo, el referente al apoyo emocional, configura la estrategia más correcta y útil. Es aquella donde conferimos aspectos como una escucha activa, la empatía, la cercanía y la comprensión; esa donde no caben los juicios ni aún menos esos consejos estándar que ni ayudan ni sientan bien. "Nunca derribes una cerca hasta que sepas por qué se levantó" decía Robert Frost.

Como bien dice el refrán «consejos doy, que para mí no tengo". Es inevitable, sentimos la tentación de dirigir vidas ajenas. Por norma, hacerlo no dice nada malo de nosotros; todo lo contrario, lo hacemos porque nos preocupamos por el otro y porque se despierta en nosotros la comprensible necesidad de «rescatar", de prestar ayuda.

Son muchas las personas habituadas a ser siempre ese hombro amigo al que todos acuden. Bien para buscar apoyo, bien para recibir consejos. Sin embargo, toda esa brillantez intelectual y lógica que aplican en los demás, en ellos mismos muchas veces está ausente. La paradoja del rey Salomón define un comportamiento con el que muchos podemos sentirnos identificados. Se da cuando uno es especialmente bueno a la hora de dar consejos. Tenemos una gran disposición, ingenio y empatía para conectar con los demás y encontrar siempre las palabras justas y adecuadas.

Una dimensión que define por encima de todo al ser humano es su necesidad de libertad, de capacidad de acción y reacción. Así, una razón por la que no siempre necesitamos consejos es porque de algún modo, lo que hacen es vetar nuestras propias decisiones. Es decir, a veces basta que alguien nos diga lo que deberíamos hacer para que al instante en nuestro cerebro salte un resorte, uno que nos susurra aquello de «pues ahora haré todo lo contrario". Este mecanismo se llama reactancia cognitiva.

Tus consejos son inútiles si no calzas mis zapatos. Cuando estamos mal, no siempre necesitamos consejos; en cambio siempre necesitamos comprensión, cercanía y por encima de todo, empatía. Ahora bien, quien se habilita en el arte de los consejos, en las recomendaciones y el «lo que tú tendrías que hacer esà " lo que está aplicando es una falta absoluta de empatía. Uno no siempre llega a comprender en su totalidad la realidad del otro. Ninguno de nosotros calzamos los zapatos de quien sufre, no sabemos por cada cosa que ha pasado, no comprendemos lo que siente y lo que le duele.

Atrevernos a dar consejos es como entrar sin permiso en casa ajena y ponernos a cambiar objetos de lugar. Aún más, en ocasiones, un consejo hace también que la persona se sienta juzgada y eso es lo que menos puede ayudarle. Cuando estamos mal no siempre queremos consejos. En resumen, dar consejos no es recomendable en todos los casos.

"Un lobo se puso a sermonear a la rata, diciéndole que era un mal animal, sin ninguna vergüenza. Y le aconsejó que dejara de roer sacos, cajas, pan, queso, pescado y todo cuanto encontraba.

Respondió la rata: -Señor, ¿y cómo usted me sermonea y me aconseja a mí cuando usted es el mayor devorador de la tierra? Ya que si yo me como un queso, usted hace cien veces peor, pues mata a un cordero o más, y si yo me pongo a roer un saco, usted bebe la sangre de cincuenta ovejas. ¡Bien haría callando! Porque, mientras usted sea todo gula y esté manchado de la sangre de aquellos que han muerto, no debe ni a mi ni a otro corregir o aconsejar.

Y se cuenta que el lobo inclinó la cabeza y se fue avergonzado, diciendo para sí: "Si hubiese callado, no hubiera tenido que oír mis malas fechorías".

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