DESDE ADENTRO

Adultos infantilizados

El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad de sorprender y dejarnos sorprender 

agodino

Parece que el actual modelo de vida social, familiar y escolar (aunque sea más libre y menos severo que el de antes) presenta un cierto carácter facilista y monótono que no fomenta grandes actitudes ni nos depara gratas sorpresas revolucionarias.

Nuestra sociedad está cada vez más pensada para el "adulto infantilizado", ese que compone las abultadas audiencias de programas televisivos con cero capacidad de pensamiento. El exceso de comodidades y satisfacciones materiales embota la imaginación y la facultad tanto de sorprender como de dejarnos sorprender en niños, jóvenes y adultos. Mucho más interesante que ese estado donde "no falta nada", la actitud de estrenar la vida cada día y de no dejarse atrapar por la rutina y la mediocridad.

Quien no sufre alguna carencia, quien ya no necesita nada, se encuentra en lo que los griegos llamaban "apatheia"; es decir, apatía. No sentir ni padecer es una de las mayores desgracias que a uno le puede pasar y uno de los peores legados que se puede transmitir a las generaciones futuras. Recibir todo solucionado no educa ni ayuda.

La saciedad, la indiferencia y la superficialidad que se extienden como un manto de niebla en la sociedad contemporánea han de ser disueltas por una voz potente que nos despierte, que inquiete las conciencias, que suscite preguntas sobre el sentido de la vida y que "haga sentir lo extraordinario en las cosas ordinarias, el misterio y la belleza que se ocultan bajo el velo de la realidad cotidiana". Es como una llamada a "despertar" de la mediocridad cotidiana. En todos los tiempos y lugares, el que expresa su verdad en voz alta y lealmente causa inquietud entre los que viven a la sombra de intereses creados y mezquinos.

"Mientan todos ustedes, pero no cuenten con mi colaboración; finjan honradez mientras son corruptos, pero sin mi ayuda; pliéguense dócilmente a leyes inmorales, pero les anticipo mi desobediencia". Desde luego, vivir de esta manera resulta peligroso, pero es un "bello riesgo", como decía Platón. Deberíamos tener más voluntad de aventura, más disposición para esa actitud que Santa Teresa de Ávila sintetizaba en la expresión "arriesgar la vida".

Quien no arriesga termina siendo un mediocre, producto de la costumbre, desprovisto de fantasía, llevando una vida honesta gracias a la moderación de sus exigencias, perezoso en sus concepciones intelectuales, arrastrando con una conmovedora paciencia todo el fardo de prejuicios que heredó de sus antepasados. No inventa nada, no crea, no empuja, no rompe, pero custodia celosamente la armazón de automatismos, prejuicios y dogmas acumulados durante siglos, defendiendo ese capital común contra la acechanza de los "inadaptables".

Ser mediocre no es malo porque sea un defecto, lo es porque nos permite quedarnos con lo mínimo aceptable, con el menor esfuerzo. Elegimos no hacer, no arriesgarnos, no descubrir, no intentar, no equivocarnos, no ver y no encontrar. Una persona que optó por permanecer en la mediocridad simplemente no alcanzó su máximo potencial porque no se esforzó más allá de su zona de confort.

Cuando optamos por quedarnos en la mediocridad también elegimos ocultar nuestras habilidades, nuestros talentos, dejando ir muchas oportunidades. Pero sabemos que es mucho mejor salir y arriesgarse que tener una vida que no nos satisfaga. Dejar de ser espectadores para ser protagonistas, aunque a veces duela.

La magnanimidad, en la otra punta de la tibieza, es virtud de corazones grandes, que perdonan, disculpan, comprenden y que no pierden la tensión hacia las cosas magnas. Es magnánimo quien exige lo grande y se dignifica con ello. Es un hombre de genio quien siempre encuentra incompleta su obra y va por más.

"El rey de una importante comarca se sentía muy decepcionado ya que, a pesar de su poder, no podía lograr que la hermosa ave que le había obsequiado el sultán de la comarca vecina pudiera volar. Ella siempre se veía espléndida, descansando sobre una rama. Día y noche, en el mismo lugar. El rey llamó a los mejores adiestradores que, con singulares pruebas, hacían lo imposible para que el águila volase. Siempre terminaba en frustración. Un día, muy temprano, llegó a palacio un nuevo adiestrador que se ofreció y se comprometió a que su águila volara. A media mañana fue llamado el rey a los jardines de palacio y grande fue su sorpresa al ver que su águila, su hermosa águila, estaba volando a mucha altura.

Pasado el primer momento, mezcla de sorpresa y admiración por aquel personaje, al rey le intrigó saber cuál era su secreto. Al preguntarle el rey, el adiestrador respondió: "Fue muy fácil... simplemente me limité a cortarle la rama."

En nuestra historia argentina, muchos nos han dado el ejemplo de volar alto. ¡Quizás ahora haga falta gente buena que nos corte la rama a la que estamos acostumbrados!

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